Los científicos,
en amplio consenso, han identificado
la pérdida de diversidad biológica
como una de las amenazas ambientales
más graves que enfrenta el
mundo. Sin embargo, la gente tarda
en reconocer la magnitud del peligro.
La culpa recae, en parte, en los ecologistas
y otros científicos ambientales,
por no haber concientizado cabalmente
al hombre común. Pero el desafío
resulta aún más difícil
por la actitud negativa de quienes
alegan que los temores en torno a
una biodiversidad declinante son una
conjura de "abrazadores de árboles"
para elevar la naturaleza por encima
del hombre.
Nada más lejos de la verdad.
La amenaza a la biodiversidad puede
significar la pérdida de rasgos
críticos de los sistemas que
sustentan la vida humana; por ende,
también afecta nuestro bienestar
personal y económico. Debemos
actuar ya, sin más demoras.
Quienes sostienen que la crisis de
la biodiversidad ha sido fabricada
o, al menos, inflada suelen señalar
las estimaciones sobre índices
de extinción, a veces exageradas,
que aparecen en los diarios. Los críticos
esgrimen estos "retoques"
para alegar que, en realidad, no es
para tanto.
.
Se equivocan. Las extinciones son
tan sólo la punta del iceberg.
Al centrar la atención en cuántas
especies se han extinguido, o se extinguirán,
opacamos el hecho de que muchas afrontan
una gran reducción de la variedad
de sus hábitat, principalmente
por obra del hombre. Nos adueñamos
de tierras y recursos para uso propio,
liberamos residuos nocivos e introducimos
especies exóticas que desplazan
a las aborígenes.
Las especies extinguidas o en peligro
son indicadores de un problema mucho
mayor. Mal podrá consolarnos
la supervivencia de una especie si
sólo subsiste una fracción
de su abundancia histórica
o ha quedado restringida a una parte
minúscula de su antiguo hábitat.
Tales reliquias quizá no vayan
a parar al osario de las especies,
pero dejarán de prestarnos
los servicios de otros tiempo, lo
que nos obligará a buscar sustitutos
más costosos y menos satisfactorios.
Tomemos por caso las poblaciones de
peces marinos, en un tiempo, fuentes
confiables de alimento para miles
de millones de personas y una parte
vital de las economías de las
naciones. Han sido diezmadas. Muchas
de ellas, como el bacalao de Terranova,
que por siglos sostuvieron pesquerías
enormes, han sido reducidas a una
proporción minúscula
de sus niveles de antaño.
El salmón peligra en toda la
costa oeste de Estados Unidos. Ahora
los proveedores principales de los
restaurantes y supermercados son las
granjas marinas, ecológicamente
insostenibles. Estamos reduciendo
las pesquerías a las especies
más pequeñas y menos
atractivas; a medida que éstas
desaparezcan, la situación
podría empeorar mucho más.
Desafíos
ambientales
¿Por qué
ha de preocuparnos la pérdida
de biodiversidad? Es obvio que ya
no podremos saborear ciertos peces
y que su desaparición hace
peligrar parte de nuestra provisión
de alimentos. Pero hay mucho más
en juego. Tanto en los sistemas naturales
como en los administrados, la biodiversidad
nos suministra alimento, fibras y
combustible. También explotamos
los recursos naturales en busca de
fármacos. En verdad, la mayoría
de las drogas que se comercializan
se originan, directa o indirectamente,
en la diversidad de la flora y la
vida microbiana. Esto no es historia
antigua, irrelevante en la era de
la biología molecular: los
compuestos obtenidos de fuentes naturales,
como el taxol, todavía proporcionan
algunos de los medios más prometedores
para el tratamiento del cáncer
y otras enfermedades. Al reducirse
la biodiversidad, perdemos una enorme
reserva de información y curas
potenciales.
Pensemos en el papel que cumplen los
sistemas naturales como purificadores
del aire y el agua, agentes polinizantes
en la agricultura, mediadores climáticos
y recicladores de elementos de los
que dependen nuestros sistemas de
supervivencia. Su pérdida gradual,
junto con la de la biodiversidad,
rebaja nuestra calidad de vida y amenaza
nuestra existencia.
Pero, entonces, ¿por qué
no se han unido los pueblos del mundo
para resolver el problema? La respuesta
es archisabida. La competencia entre
naciones y pueblos mata la cooperación;
los conflictos regionales y globales
obstruyen los caminos hacia un futuro
sustentable. Aun en los niveles locales,
no hay incentivos suficientes para
no ser miopes y refrenar nuestra tendencia
al consumo a fin de beneficiar a toda
la humanidad.
Resultado: operamos fuerte, a cuenta
de nuestro futuro. Como individuos,
nos preguntamos: "Si otros no
van a restringir sus actividades,
¿por qué habría
de hacerlo yo?" Los gobiernos
aplican la misma lógica; de
ahí la dificultad en acordar
convenciones efectivas sobre la biodiversidad
para mantener recursos en vías
de extinción.
Tanto en lo que respecta a la pérdida
de biodiversidad como a muchos otros
desafíos ambientales de alcance
mundial, el problema radica en que
los costos sociales no se captan en
precios de mercado. La misma naturaleza
humana nos impide confiar en que las
acciones voluntarias (individuales
o nacionales) nos lleven a imponer,
en semejante escala, las restricciones
esenciales a las tendencias despilfarradoras.
Por eso necesitamos estrechar los
circuitos de realimentación
y crear incentivos más fuertes
para conductas que promuevan el bien
común, incluido el de las generaciones
futuras. Por ejemplo, en Costa Rica,
la deforestación ha disminuido
de manera impresionante porque el
gobierno paga a los terratenientes
por preservar la biodiversidad y prestar
otros servicios al ecosistema.
Asimismo, necesitamos convenciones
internacionales que modifiquen los
sistemas contables y permitan la inclusión
de todos los costos sociales de nuestra
conducta. El Instituto Beijer de Economía
Ambiental, con sede en Estocolmo,
y otras organizaciones similares apoyan
esta iniciativa.
Los incentivos que refuercen prácticas
preservadoras de la biodiversidad
deben aplicarse en todos los niveles.
Sólo así influirán
en las acciones individuales y las
normas sociales. Sin una acción
colectiva, encaramos un futuro desolador
con una biodiversidad menguante y
una calidad de vida cada vez menor.
Simon A. Levin
Profesor de biología en el Departamento
de Ecología y Biología Evolutiva de
la Universidad de Princeton
Diario La Nación
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