Si se continúa
en la actual vorágine de deforestación
y destrucción, con certeza
se perderán hacia fines de
este siglo XXI más de la mitad
de las especies animales y vegetales.
De ahí que la denuncia formulada
por Greenpeace Internacional en el
sentido de que casi dos millones y
medió de hectáreas de
la selva amazónica fueron devastadas
por parte de varios consorcios madereros
internacionales causa verdadera alarma.
La mayor parte de
la madera extraída de la selva
amazónica es ilegal. Brasil
no posee los recursos ni el personal
para supervisar la industria maderera
y numerosas empresas operan sin permisos
en áreas protegidas o territorios
indígenas. La mayoría
de los emprendimientos están
en el estado de Amazonas, donde todo
está fuera de control. Tanto,
que durante el proceso de tala de
las especies comerciales se desperdicia
el 70 por ciento de la madera.
Los consorcios salvajes
provienen de Asia, Norteamérica
y Europa, donde ya agotaron los recursos
de sus propios países y ahora
se concentran en una de las últimas
zonas boscosas vírgenes que
todavía perduran en el planeta.
La Amazonia produce el 75 por ciento
de la madera en rollo-tronco sin procesar
de Brasil y su comercio está
en constante crecimiento dado el agotamiento
de los recursos forestales del sudeste
asiático. Las autoridades admiten
que más de tres cuartas partes
de la madera se extrae ilegalmente,
aunque los consorcios tienen a su
favor las limitaciones presupuestarias
oficiales: el Instituto Brasileño
del Medio Ambiente, responsable de
hacer cumplir la legislación
vigente, dispone de un inspector por
cada 600 hectáreas de selva.
Obviamente, es imposible que en esas
condiciones se pueda controlar un
comercio donde los beneficiados disponen
de cuantiosas fortunas para montar
sus infraestructuras.
Pero la selva amazónica
está expuesta también
a una depredación mayor por
la avidez del hombre en busca de otras
explotaciones como petróleo,
plantas medicinales, agricultura,
minería y otras actividades
extractivas.
Bienvenido el progreso,
pero de la mano del sentido común
y un orden constructivo. En esta vorágine
depredadora sin sentido, donde el
beneficio económico es la única
ecuación que se atiende y los
gobiernos carecen de poder para frenar
los excesos, se está embargando
a las generaciones futuras y su modo
de vida.
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