A principios de
la década del setenta, las
incursiones frecuentes de una población
de orcas en las aguas costeras de
Punta Norte comenzaban a ser descubiertas.
Desde las ventanas de sus hogares,
los guardafaunas las observaban vararse
a simismas para capturar sobre la
rompiente crías de lobos y
elefantes marinos, y comenzaban a
reconocer, por la forma de sus aletas
dorsales y el diseño de sus
monturas a algunos individuos que
retornaban año a año.
Entre los que pudieron ser identificados,
dos se destacaban por su habitual
arribo, coincidente con la época
en que las crías de lobos marinos
hacían sus primeras armas en
la natación.
De esta manera
y aunque sin figurar en registro civil
alguno, Bernardo y Melanie comenzaban
a formar parte de la pequeña
población permanente de la
Península Valdés, en
la que la vida salvaje se entreteje
y funde -con nombres propios incluídos-
en la historia aislada y poco conocida
de los pobladores del lugar.
Ante la mirada
siempre asombrada de los guardafaunas,
investigadores y visitantes, la imponente
y erguida aleta dorsal de Bernardo
se abría paso en el horizonte
junto a la de Melanie, hasta entonces
falcada y pequeña. Momentos
antes de la pleamar del día
se dirigían al "canal
de las orcas" que, formado por
una amplia abertura natural en la
restinga se ofrecía como una
tentadora fuente de alimento disponible
que ambos hábilmente aprovechaban.
Casi invariablemente,
mientras Bernardo permanecía
relativamente lejos de la costa mostrando
su alta y accidentada aleta dorsal
Melanie, sumergida al acecho, arremetía
veloz sobre la rompiente cuando los
cachorros -atentos a Bernardo- cruzaban
el canal.
Poco después,
en 1976, la aleta dorsal de Melanie
comenzó a crecer más
de lo normal para una hembra de la
especie. Para sorpresa de muchos,
comenzaba a evidenciar su madurez
sexual y no precisamente haciendo
honor a su femenino nombre.
Melanie, ajeno
a cualquier problema humano de nomenclatura
propia e incapaz de debatir sobre
su varonil posición ante quienes
lo bautizaron, había sido hasta
entonces un macho joven que mantenía
un estrecho vínculo con Bernardo
quien, como se comprobara más
tarde por un análisis de ADN,
era su hermano mayor. Así Melanie
quedó convertido en Mel tan
rápida y sorpresivamente como
creciera su aleta, que pronto alcanzó
el metro y medio de altura.
Unidos por tal
lazo familiar y afectivo, Bernardo
y Mel fueron inseparables compañeros
de cacerías y aventuras, patrullando
en busca de alimento el vasto perímetro
costero nor-patagónico, llegando
probablemente hasta los confines mismos
de la plataforma continental y tal
vez incluso más allá,
donde lo enorme y tridimensional del
océano hacen imprescindible
la confianza mutua y el alerta cooperativo
constante.
Tan frecuentemente
mal juzgada como incomprendida, su
necesidad básica y vital de
alimentarse se vió castigada
en Río Negro una tarde de abril
de 1977 por disparos de armas de fuego.
Afortunadamente, aunque el pulso de
los tiradores no tembló y el
calibre de los proyectiles era tan
grande como la absurda crueldad de
dispararles, la ráfaga de disparos
no logró su mortal cometido.
Sin embargo, aquel
brutal encuentro con los seres humanos
dejó en Mel un triste recuerdo.
Caída y doliente hacia un costado,
su otrora elegante y erguida aleta
dorsal recordaba ahora a las de aquellas
orcas que ya no podían, libres
como él, hendir sus estilizados
cuerpos en el océano.
Dueños del
dominio extraordinario de la particular
técnica de varamiento intencional,
Mel y Bernardo continuaron siendo
los protagonistas involuntarios de
numerosos documentales del comportamiento
animal y, con la imponencia de sus
actividades habituales de supervivencia,
fueron llenando las páginas
más espectaculares de la historia
natural de los seres que pueblan este
rincón del planeta.
Inconfundible y
solitario desde la desparición
de Bernardo ocurrida en el otoño
de 1993, Mel vagó errante y
taciturno, incursionando con mayor
frecuencia desde el Noroeste en las
ensenadas y canales de Punta Norte.
Fiel a la cita, continuó acudiendo
año a año como lo hiciera
junto a su hermano, evidenciando sin
embargo una notable disminución
en la efectividad de sus ataques durante
sus jornadas de cacería en
1994.
A partir de entonces
fue avistado en Caleta Valdés
y en los golfos Nuevo y San Matías,
alternativamente solo o en compañía
de otras orcas, aunque el rol principal
en las actividades de caza cooperativa
fue asumido entonces por sus ocasionales
compañeros.
Actualmente y no
obstante el poderoso despliegue de
las seis toneladas de su formidable
cuerpo sobre la playa, sólo
consigue capturar -en promedio- en
tres de cada trece intentos.
Una enorme llaga
roja está ganando espacio en
la piel blanca inmaculada de su maxilar
inferior y un pequeño tumor
crece lentamente sobre su ojo derecho.
Próximo a
llegar a la cima de la expectativa
de vida mínima para un macho
de su especie, Mel arriba inexorablemente
a contarnos el final de su historia.
Una historia de lazos irrompibles,
de infortunios y cacerías compartidas.
Una historia de supervivencia, de
cooperación y tenaz lucha.
Una historia de vida, de ejemplo y
de respeto cuyo epílogo lo
escribe, también sin saberlo,
al iniciarse el cierre de su ciclo
vital.
Nota: Mel fue avistado
por última vez en diciembre
de 1999 en la Península Valdés.
Tiempo antes, ese mismo año
se reportó su paso por Mar
del Plata.
En esta nueva temporada
de orcas del 2000 todavía no
se lo ha visto y todos en la Península
esperamos ansiosamente volver a ver
a Mel otro año más.
Mel tiene hoy 40
años y el paso de su aleta
dorsal quebrada cortando nuestras
aguas nos llena de alegría,
de tristeza y de emoción. Alegría
porque si bien todos en la Península
sentimos amor por las orcas nuestro
sentimiento es más especial
aún por Mel.
Tristeza porque
sabemos que su enfermedad está
avanzando rápidamente, probablemente
un diente roto provocó una
severa infección que está
haciendo estragos en su salud.
Y emoción
porque si bien ver orcas en su medio
natural es una experiencia inolvidable
y que no tiene precio, avistar a Mel
no es estar viendo sólamente
a una orca porque Mel es todo un símbolo,
el símbolo de las orcas libres
por excelencia.
Roberto
Bubas
Investigador y Guardafaunas en Punta
Norte, Península Valdés
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