La ecología
es una ciencia relativamente joven;
con apenas un siglo de vida ha sido
capaz, no obstante, de calar tanto en
el ambiente universitario como en la
sociedad.
De manera asombrosa, cabría
añadir, porque el estudio,
inicialmente reservado a biólogos
especializados, de la relación
de los seres vivos con su entorno
no parecía excesivamente apasionante.
A no ser, claro, que el ser vivo en
cuestión sea el ser humano,
y su entorno el medio ambiente en
el que se desenvuelven sus diversas
actividades.
Aparece entonces la actitud ecologista,
basada en la conciencia de que el
desarrollo industrial podía
tener consecuencias negativas para
nuestro ambiente y, por ende y sobre
todo, para nosotros mismos. Ensuciar
el aire o el agua podría no
ser importante para una empresa siempre
y cuando sus directivos no respiraran
o bebieran ese aire y ese agua contaminados.
En los últimos decenios han
menudeado las denuncias ecologistas.
Algunas aludían a riesgos que
implicaban directamente a la población;
otras se referían a diversas
amenazas que se cernían sobre
la naturaleza "virgen",
a causa de unas u otras actividades
humanas -casi siempre industriales,
pero también lúdicas,
como por ejemplo el turismo. Los grupos
conservacionistas comenzaron a emitir
mensajes en los que pretendían
que la opinión pública
valorase las amenazas que gravitaban
sobre determinadas especies animales
o vegetales con el mismo dramatismo
con que se valoran esas mismas amenazas
que se ciernen sobre el ser humano.
El ejemplo más llamativo y
pionero fue el libro norteamericano
"Silent spring" (Primavera
silenciosa), que publicó Rachel
Carson en 1962, y en el que, entre
otras muchas denuncias a la industria
química, se afirmaba que el
animal emblemático por antonomasia
para los americanos, el águila
del escudo de los Estados Unidos,
tenía sus días contados.
Poco más y la acusación
hacia la industria podía ser
no sólo la de envenenadora
de personas, animales y plantas sino,
horror, también de antipatriota.
El libro tuvo un éxito fulgurante,
y señaló el camino a
seguir por los grupos ecologistas:
poca gente iba a entender, y mucho
menos a compartir, los argumentos
científicos o biológicos
a favor del equilibrio natural, sobre
todo si de ellos se derivaban mayores
incomodidades, precios más
altos o mayor desempleo. En cambio,
la opinión pública sí
podía escandalizares ante un
animal moribundo a causa de unos vertidos
venenosos; por cierto, rara vez se
enseña una rata o una mosca,
y se prefieren las aves, que nos recuerdan
de manera apenas simbólica
el concepto de libertad, o bien determinados
animales que llaman la atención
por su tamaño o su belleza
plástica -elefantes, ballenas,
focas, linces.
En los años sesenta y setenta
se fundan numerosos grupos conservacionistas.
Nadie habla todavía de ecologismo,
aunque muy pronto la mayoría
de esos grupos, y otros que vinieron
después, acuñarían
para su actividad ese término.
El WWF (World Wildlife Fund, Fondo
Mundial para la Naturaleza) había
sido fundado en 1961 y en él
están representados actualmente
28 países. Greenpeace, Paz
Verde, fue fundada en Canadá
en 1971, aunque ahora tiene su sede
mundial en Holanda y cuenta con 4
millones de miembros. Friends of Earth,
Amigos de la Tierra, fue fundada asimismo
en 1971, en la universidad de Berkeley,
y agrupa actualmente a delegaciones
de más de 30 países.
Y así sucesivamente.
El ecologismo toma algunos supuestos
científicos de la ecología,
pero los aplica de manera eficaz al
estilo "agitprop" para condenar
alguna actividad concreta del mundo
moderno: desde la energía nuclear
hasta las emisiones de CO2, desde
el cloro (más denostado casi
que los organoclorados) hasta las
radiaciones electromagnéticas,
desde la denuncia de la pesca de ballenas
hasta la denuncia por incinerar las
basuras.
En todas estas protestas subyace
un problema ligado a las sociedades
desarrolladas, con un fondo de verdad
científica, un mucho de escándalo
catastrofista y muy poco equilibrio
racional de análisis realista
de los pros y los contras. La gravedad
-mucha o poca- de la contaminación
por pesticidas pasa a segundo plano
ante la imagen de un águila
muriendo y la velada amenaza de que
todas las águilas acabarán
por desaparecer. Rachel Carson dixit.
Esta culpabilización permanente
del mundo desarrollado, sin matices,
sin oponerle a muchos de los males
reales que se denuncian las ventajas
indudables que de ellos hayan podido
derivarse -las industrias son malvadas
per se, y los consumidores que les
permiten ganar dinero unos tontos
ignorantes que aun no se han enterado
de quiénes son sus verdaderos
enemigos- ha hecho pensar a muchos
que el ecologismo se ha convertido
en una especie de ecolatría.
Es decir, en una veneración
irracional -lo que significa esquivar
el análisis racional en favor
de la creencia dogmática- de
"lo natural" frente a "lo
artificial", "lo químico",
"lo industrial"... Un buen
ejemplo de la impregnación
social de esta forma de pensar es
el hecho de que los aparatos médicos
de Resonancia Magnética Nuclear
(MRN) se llamen ahora, púdicamente,
Resonancia Magnética. Y como
la lucha contra los campos electromagnéticos
se extienda, dentro de nada serán
aparatos de Resonancia, sin más.
O de Imaginería por Resonancia,
como ya dicen algunos.
Otro buen ejemplo de la irracionalidad
de los planteamientos ecólatras
-que tienen altas dosis de maximalismo,
dogmatismo, fundamentalismo, fanatismo
y otros ismos similares- es el del
mito del riesgo cero. La exigencia
del "no riesgos" para determinadas
actividades industriales es, aparentemente,
de elogiar: nadie quiere correr riesgos,
claro. Pero con eso se deja pensar
a la gente que cuando se corre algún
tipo de riesgo es porque la industria,
en su afán capitalista y malvado,
no ha puesto todos los medios necesarios
para evitarlos. Ignorando, conscientemente,
que el riesgo cero no existe en ninguna
actividad humana; ni siquiera en el
inocente paseo por una acera (siempre
puede haber una cornisa que se desplome
sobre nuestras cabezas).
Lo de mito aplicado al riesgo cero
es, pues, una auténtica realidad,
aunque la ignoren los profetas de
semejante fábula, ficción
alegórica, invención
o fantasía; que todo eso significa
mito. Por otra parte, conviene recordar
que el riesgo es la contingencia o
proximidad de un daño, que
se mide en forma de probabilidad.
El riesgo de padecer cáncer
de pulmón es un 90% más
alto en fumadores que en no fumadores,
por ejemplo. El riesgo mide generalmente
una probabilidad no muy alta en periodos
de tiempo altos; en el caso del tabaco,
y a pesar de ese riesgo mucho más
elevado en fumadores que en no fumadores,
hay muchos fumadores que llegan a
viejos sin cáncer de pulmón,
obviamente... Otra cosa es el peligro;
en este caso se trata de un riesgo
inminente y grave; es una probabilidad
muy elevada de daño en un periodo
corto de tiempo. La falacia de los
ecólatras es precisamente confundir
los riesgos (que pueden ser muy pequeños,
a menudo despreciables) con los peligros.
Y es que todo esto lo ignora en general
la población. Además,
el riesgo como tal es difícil
de medir y aun más difícil
de observar, aunque obedece a leyes
bien conocidas. Por eso acaba siendo
"la probabilidad de que un suceso
(negativo) se produzca en un determinado
periodo de tiempo".
Demasiado teórico... Riesgo
equivale a peligro, y punto. Además,
hay en la vida diaria riesgos bastante
elevados que, sin embargo, asumimos
sin el más mínimo problema,
por una ilusión de invulnerabilidad
a la vez cognitiva y física.
Por ejemplo, ir deprisa en una carretera,
que nos parece más seguro que
viajar en avión, aunque éste
sea un riesgo de diez a cien veces
menor.
Algunos ecólatras persiguen
un conjunto de mitos, en la vida cotidiana
-todo el mundo es bueno y generoso,
la industria debe anteponer a su lucro
el beneficio del medio ambiente, la
producción industrial es mala
por necesidad y hay que volver al
pasado, etc.-, que hacen pensar que
su modelo de sociedad no es de este
mundo. Algunos autores lo han denominado
"Ecotopía", es decir,
el lugar utópico de los ecologistas,
donde imperan todos los mitos habidos
y por haber.
Lástima. La ecología
es una ciencia, escéptica y
crítica como todas las ciencias,
pero ha dado lugar a una postura social
que defienden ardorosamente algunos
grupos que, en ciertos casos -por
fortuna, no muchos, aunque algunos
muy significados-, han derivado hacia
la ecolatría o la ecotopía.
Ninguna de las dos tiene nada que
ver con la vida de todos los días,
con los problemas ambientales -ellos
sí son de verdad- que dicen
querer solucionar.
Porque, sencillamente, no son realistas;
se mueven en la mera ilusión.
Y no es verdad que de ilusión
también se viva.
Manuel Toharia
Periodista científico y escritor
Director del Museo de las Ciencias
Príncipe Felipe
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