Hace unas semanas,
y en Madrid, recibí una invitación
a participar, casi de improviso, en
la presentación pública
de la plataforma Nunca máis,
constituida en defensa de las costas
gallegas después de la catástrofe
del Prestige. Obligado a decir unas
palabras sin haberlas preparado, durante
un par de minutos glosé la relación
-que intuía- entre la catástrofe
del Prestige y la globalización
neoliberal en curso. Aunque entonces
me dejé llevar por la impresión
de que mi intervención, por su
carácter muy general, estaba
un tanto fuera de lugar, con el paso
de los días me he afianzado en
la percepción de que, por desgracia,
la catástrofe mencionada, en
sus muy diversas dimensiones, es una
atinada metáfora de los desafueros
que rodean a la modalidad de globalización
que padecemos.
Y es que, y por lo pronto, lo ocurrido
frente a la costa occidental de Galicia
ha ilustrado de forma dramática
lo que se antoja una rotunda primacía
de los intereses privados. Así
lo demuestran como poco dos hechos:
si el primero es la impresentable
ausencia de medidas de prevención
de esta suerte de accidentes del lado
de las autoridades españolas,
el segundo lo aporta la decisión
de éstas en el sentido de acatar,
sin mayor resistencia, los criterios
avalados por el armador del petrolero.
Con el paso del tiempo hemos tenido
conocimiento, por añadidura,
de que el gobierno español
-que consiente el empleo, por empresas
españolas, de buques monocasco-
no puede dar lecciones a nadie, y
ello pese a algún provisional
espasmo de rigor como el que, un tanto
patéticamente, invitó
a retirarse fuera de las doscientas
millas a un buque de dudosa condición...
que luego recaló en el puerto
de Algeciras. Lo lógico es
preguntarse si alguien ha tenido a
bien escuchar los avisos generados
por accidentes anteriores y si alguien
está dispuesto a aplicar, en
serio, las leyes, aún en detrimento
de los intereses de unos pocos.
A primera vista no es sencillo establecer
un vínculo entre lo ocurrido
con el Prestige y otro de los rasgos
de la globalización neoliberal:
una apuesta deslocalizadora que invita
a trasladar a otros países
empresas enteras en busca, casi siempre,
de salarios más bajos, ventajas
fiscales y regímenes autoritarios
que permitan obtener el beneficio
más descarnado. Y, sin embargo,
son prácticas de cariz visiblemente
deslocalizador las que vienen a explicar
el porqué de tantos buques
portadores de banderas de conveniencia,
la enorme dificultad en lo que respecta
a identificar a los responsables finales
y, en suma, el concurso de marineros
que, escasamente formados, son objeto
de una evidente explotación.
Tampoco falta la relación
entre el accidente que nos interesa
y otro de los rasgos vertebradores
de la globalización neoliberal,
en la forma de la aceleración
espectacular alcanzada por unas fusiones
de capitales que dibujan un planeta
en el que el poder se halla hoy mucho
más concentrado que un par
de decenios atrás.
Aún cuando resulta difícil
identificar a los responsables últimos
del accidente del Prestige, las huellas
que han ido dejando nos emplazan en
la línea de uno de los gigantes
rusos del petróleo y colocan
inequívocamente en el primer
plano un negocio, el de las materias
primas energéticas, al que
parecen obedecer muchos de los flujos
militares del momento. Sin ir más
lejos, a duras penas entenderíamos
la razzia estadounidense en Afganistán
y la creciente agresividad de Washington
para con Irak sin invocar la clave
que nos ocupa. El crecimiento experimentado
por el tráfico de petróleo
procedente de Rusia remite, por lo
demás, a componendas como las
que han ido trabando, en la trastienda,
Washington y Moscú.
Hay quien sostiene, en otro terreno,
que la modalidad de globalización
que se ha ido imponiendo lleva aparejado,
también, un formidable engrosamiento
de las redes del crimen organizado.
Parece fuera de duda que muchos de
los movimientos -hablamos ahora de
los de cariz económico- de
un buque como el Prestige han reclamado,
y de muy diversas formas, el concurso
de prácticas clandestinas.
No sólo eso: aún está
por escarbar una cuestión tan
espinosa como es la relativa a los
vertidos ilegales que, aprovechando
la tesitura, han cobrado cuerpo en
las costas del Cantábrico,
en lo que se antoja una ilustración
más del vigor de comportamientos
en los que las normas más elementales
son objeto de olvido.
Agreguemos, en fin, que la vorágine
de la globalización neoliberal
ha tenido, al calor de la tragedia
gallega, un par de reflejos más.
El primero lo han aportado tantos
medios de comunicación entregados
a una visible manipulación
de lo ocurrido y dramáticamente
serviles con el poder. Su propósito,
lejos de informar, ha estribado ante
todo en minimizar la catástrofe
a través del ocultamiento de
datos relevantes y de la asunción
acrítica -tenía por
fuerza que provocar la sonrisa- de
versiones oficiales de los hechos
que han encontrado prontos desmentidos.
El segundo de los reflejos obliga
a recordar que, en un trasunto de
lo que se aprecia en buena parte del
globo merced a los emergentes movimientos
de resistencia global, las más
de las veces ha sido nuestra sociedad
civil, y no las autoridades ni las
fuerzas armadas, la que ha entendido
con rapidez lo que se imponía
hacer frente al desastre. Y es que
la formidable estrategia de desmovilización
popular que la globalización
en curso parece reclamar no está
surtiendo, por fortuna, los efectos
deseados.
Carlos Taibo
Profesor de Ciencia Política
Universidad Autónoma de Madrid
Agencia de Información Solidaria
(AIS)
Carlos.Taibo@uam.es
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