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Mi geochelone chilensis

Buscando información sobre mi tortuga, di con su página. Me impresionó mucho. Sé que está prohibida su comercialización, pero también sé que mucha gente las tiene.

Gente que tiene la necesidad de que sus hijos tengan una mascota, y el espacio reducido de sus hogares no les permite otra cosa que una tortuga o un pez. El pez requiere de mucha limpieza y es el primero que descartan.

La tortuga en cambio “parece” más fácil de cuidar y duerme mucho, se puede dejar sola más tiempo, es casi un habitante invisible y los hijos pueden torturarla a gusto, la madre está tranquila porque no se defienden. ¡Un horror!

Cuando yo era chica, el premio por portarse bien era llevarse a casa la tortuga por un día.

Recuerdo que una vez, la tortuga que volvió a clases le pareció a la maestra sospechosamente distinta, entonces le pintó una mancha con esmalte de uñas en el caparazón, para que no volviera a suceder. Una buena maestra nos hubiera enseñado que las tortugas son seres vivos, que sienten, que perciben y sufren cambios (cómo un hogar y un verdugo distinto cada día del año). ¡Cómo debería descansar esa pobre tortuga durante las vacaciones de verano!

La verdad es que yo también he pecado. Tengo una increíble “necesidad personal” de tener animales en casa y ocuparme de ellos. Pero soy (o debo decir creía que era) consciente de mis limitaciones y no quiero en casa animales que vayan a sufrir mi falta de experiencia.

Pero cuando una navidad, años atrás, alguien le regaló una hermosa tortuga a mis hijos, la más contenta era yo. ¡El sueño de mi niñez, una tortuga en casa!

Pregunté por su origen. Me dijeron que un señor, amante de las tortugas, tiene varias en su jardín y que la mía era una de sus crías. El señor pidió encarecidamente que le cantemos canciones, que él lo hace, que les gusta mucho.

Y así lo hicimos, por lo menos al principio, sin descubrir ningún cambio en ella cuando lo hacíamos. De a poco fuimos dejando de lado la terapia lírica, aunque a veces mi hija menor le canta algunos “cuentos” que ella misma inventa, en los que Manuelita (así se llama, original, no?) es la protagonista.

Todo muy bonito, hasta el día fatal en que mi tortuga tuvo un espantoso accidente. La encontré entre las fauces de uno de mis perros, para colmo un ovejero alemán. Qué desesperación, tenía que actuar rápido antes de que se dieran cuenta los chicos. Salí corriendo con la tortuga en mis manos, ensangrentada, no quería ni mirarla. La puse bajo el chorro de la manguera, para ir lavándola despacio y ver cómo estaba. Tenía la cabeza adentro y la cubría con sus manos. No se movía en lo más mínimo, ni reaccionaba ante el chorro de agua. En el espaldar tenía varios agujeros dejados por los colmillos del perro. Pero el plastrón estaba peor. Le faltaba un poco cerca de la cola, a un costado y toda la parte que está entre las manos y la cabeza. Realmente no sabía que hacer. Tampoco sabía si estaba viva.

La pinté con el desinfectante en aerosol que usamos cuando las vacas se agusanan y la puse sobre el pasto, a la sombra y la cubrí con su caja hecha de tejido. Me senté a esperar. Nada. Pasaron varias horas y no había el más leve indicio de movimiento. Uno de los chicos, el encargado de darle su comida, preguntó por ella. Se la mostré. Estaba dormida. Se había peleado con algún animal del campo (no podía acusar al perro al que aman) y necesitaba descansar. Lloraron todos. Lloramos todos.

Me levanté varias veces esa noche. Manuelita seguía igual. No dormí pensando en el funeral que iban a querer darle los chicos, mientras me juraba a mi misma, nunca más volver a tener un animal que por alguna “bendita e importante razón”, está protegido por fauna.

Amaneció con la cabeza afuera, pero se escondió cuando nos vio. ¡Estaba viva! De a poco se fue animando a salir. Tenía la cabeza un poco arañada y parecía haber perdido un ojo. Pero lo más impresionante era la parte de abajo, se le veía la carne y algo parecía moverse por allí.

La llevé al veterinario. Dijo que no había nada que hacer, que no sabía cuán fuertes eran las tortugas, que la mordida de perro era algo muy nocivo, que la dejáramos morir en paz.

Creo que me recibí de enfermera de tortugas. Alcé todo lo que encontré y me dediqué a cuidarla. Cuatro veces por día la bañaba con Pervinox y agua tibia. Luego le ponía el aerosol plateado de las vacas y una crema cicatrizante, antibiótica y bactericida de los perros. Con paciencia le corté y limé las partes córneas que habían quedado hacia fuera y que a mi entender le hacían doler al caminar. Con mucha suavidad le limpiaba el ojo en cada baño. De a poco se fue aflojando la sangre seca y un día lo pudo abrir. Estaba bien, aunque un poquito lastimado en lo que sería nuestro lagrimal.

No comió durante muchas semanas, por más que le poníamos enfrente, las cosas que más le gusta comer. Pero de a poco un día se fue animando, empezó esporádicamente, luego se normalizó. Por suerte tuvo tiempo de recuperar energías antes de que llegara el invierno y su voluntaria hibernación.

Ya pasaron casi dos años del lamentable pero aleccionador episodio. El caparazón no le volvió a crecer, pero tiene piel nueva donde le faltaba. Todavía está pintada de plateado en las zonas lastimadas, porque no logré sacarle el aerosol, tampoco insistí mucho.

Trato de creer que es feliz. Necesito creer que lo es. Tiene una vida agradable. Le gusta mucho tomar sol cuando el mismo no está muy fuerte. Duerme en una casita de madera cubierta de flores secas que le hicieron los chicos. Come las frutas más jugosas del verano y su preferidas son las flores rojas de Hibiscus. Sólo toma agua de lluvia y muy de vez en cuando. Sólo espero que no se sienta sola.

Bueno. Una larga historia. Espero no haberlos molestado.

Ingresé en su sitio buscando información sobre la dieta más completa que le pueda ofrecer. Y también rogando encontrarme con que “a las tortugas no les molesta vivir solas, que son ermitañas, que no tienen conciencia de grupo”. Todavía necesito justificarme por tenerla en casa ¿No es cierto?.

Paula di Paola
pauladipaola@yahoo.com

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