Un campesino, en el altiplano, observa su cosecha
escasa. En Potosí, mientras tanto, el cultivo de la quinua de manera
intensiva arrasa con lo poco que queda de la tierra. En los alrededores
de Santa Cruz aumentan los arenales y los vientos cada vez son más
veloces. Y el valle de Tarija hace años que dejó de ser tupido.
Son sólo algunas escenas dentro del proceso de desertización que
amenaza a Bolivia desde hace varias décadas, tanto así que al día de
hoy el 40 por ciento del país presenta fenómenos de este tipo, es
decir, una superficie de 437.501 kilómetros cuadrados que comprende
casi el 100 por ciento de los departamentos de Oruro, Potosí,
Chuquisaca y Tarija, el 31,6 por ciento de La Paz, el 45,8 por ciento
de Cochabamba y el 33 por ciento del departamento de Santa Cruz.
Con todo, “cuando se habla acerca de la desertización, lo primero en lo
que uno piensa es en un desierto, pero éste representa sólo la
culminación, pues el proceso puede darse también en bosques y áreas
verdes, y la pérdida de fertilidad del suelo, de oligoelementos, es ya
un principio”, sentencia rotundo Carlos Zamora, director general de
Cuencas y Recursos Hídricos del Ministerio de Desarrollo Sostenible.
Razón no le falta. Darse un paseo, por ejemplo, en avioneta por Santa
Cruz le ayuda a uno a darse cuenta. “Hace 20 años en los alrededores de
la ciudad todo era verde. Ahora, sin embargo, hay dunas y médanos”,
formaciones de arenas movedizas.
Un fenómeno global
Pero, ¿qué se entiende exactamente como desertización? Es un proceso
por el que las tierras afectadas pierden su capacidad productiva.
“También implica una degradación del ambiente, una especie de sequía
debido a un conjunto de aspectos que significan la falta de agua y la
merma en la vegetación, lo que termina conduciendo a la pobreza”,
desglosa Máximo Libermann, del Servicio Nacional de Áreas Protegidas
(Sernap).
Actualmente, la Convención de las Naciones Unidas de Lucha contra la
Desertización distingue tres tipos distintos de zonas afectadas: las
áridas, las semiáridas y las subhúmedas secas. En todas ellas las
precipitaciones anuales son muy bajas. Y, globalmente, donde más
acelerado está el proceso es en un total de 3.600 millones de hectáreas
de tierras secas que se utilizan con fines agrícolas en el mundo y ya
están degradadas, lo que representa la cuarta parte de las tierras del
planeta y, lamentablemente, afecta a las vidas de mucha gente.
“El
que afrontamos es un problema que no tiene fronteras —admite Carlos
Zamora—. Es serio, trágico, pues el fenómeno físico químico que
lo causa —la escasez de lluvias y la falta de humedad relativa en el
ambiente— es permanente, se produce día y noche”.
Y esto tiene costos, sobre todo sociales: desplazamientos civiles por
las difíciles condiciones de vida —con el abandono en la identidad
cultural que traen consigo—, disminución increíble de ingresos en las
regiones golpeadas, amenazas a la biodiversidad, descensos en la
capacidad productiva y biológica de los ecosistemas, hecho que
incrementa la probabilidad de que haya hambrunas, y toda una serie de
riesgos menores como la posibilidad de inundaciones, la deposición de
lodos en pantanos y vías de navegación, o la pérdida en los niveles de
la calidad del agua.
Además, el ritmo en la degradación es trepidante. Y las Naciones Unidas
estiman que desde 1990 se pierden cada año seis millones de hectáreas
de tierra productiva.
El caso boliviano
Bolivia, pese a ser todavía un país privilegiado en cuanto a zonas verdes, no resulta ajeno a esta realidad.
“Acá, una de las regiones más sensibles es el sur del altiplano, donde
muchas comunidades están abandonando tierras para migrar a otros
lugares —explica Libermann—. Y lo mismo ocurre en el Chaco y en muchos
de los valles mesotérmicos de Cochabamba, Chuquisaca y Tarija”.
Por el otro lado, la cuenca amazónica y la vertiente oriental de los
Andes, con los bosques húmedos de los Yungas, son las zonas menos
afectadas. “Pero igual conviene estar alerta, porque una de las
condiciones para que comience la formación de un desierto es que la
humedad relativa sea inferior al 50 por ciento, y en algunos enclaves
deforestados del oriente ya se está en el límite”, avisa Carlos Zamora.
Mientras tanto, las áreas más sensibles están en los departamentos de
Oruro y Potosí. “Son lugares con muchos limitantes, pues las
precipitaciones son escasas y las temperaturas muy bajas. Asimismo, los
cultivos de quinua —que se adaptan a condiciones extremas y se pagan
cinco veces mejor que la soya— ocupan largas extensiones acelerando la
degradación, en parte por culpa del uso de los tractores, que con sus
arados de disco destruyen la cobertura vegetal. Así, en suelos limo
arenosos como ésos la consecuencia es que debido al viento se forman
dunas”, analiza Libermann. Y, en este sentido, son espectaculares los
15.000 kilómetros cuadrados de dunas que pueden verse en un sector al
oeste del lago Poopó.
Similar perjuicio se sufre en las orillas del río Parapetí, en Santa
Cruz, donde la agricultura mecanizada ha desgastado tanto la tierra que
la precipitación constante de sedimentos desde las montañas es ya un
hecho, produciéndose igualmente la imparable formación de las
superficies arenosas.
Finalmente, el valle central de Tarija es quizás la mejor prueba
de que el fenómeno de la desertización puede llegar a trastocar
completamente un paisaje generoso.
“Si uno se fija en las crónicas del Padre Mingo, uno de los primeros
españoles que puso sus pies en la región, se da cuenta de lo que han
cambiado las cosas. Sus escritos decían allá por el año 1.700 que desde
la cima del cerro Calama se atisbaban densos bosques de tipas, cedros y
pinos”. Después de esas palabras, en únicamente 100 años de
colonización, se transformó radicalmente esa parte de territorio.
“Convirtieron a Tarija en una zona agrícola que proveía de comida a las
minas de Potosí. Y los bosques originarios fueron sustituidos”. Por si
fuera poco, la llegada de ovejas, cabras y vacas desde Europa supuso
una depredación de pastos que no causaba el ganado nativo.
Hoy, entretanto, la visión del valle central es desastrosa. “Y la
desertización está ganando la guerra, pues cada año se pierden 500
hectáreas y sólo se recuperan 200. Siempre, al debe”, dice Zamora.
La relación causa-efecto
Todos estos procesos, sin embargo, no se estarían dando si no hubiera
una serie de factores que en muchos casos los han acelerado.
La actividad agrícola es uno de ellos, pues casi nunca se les da
respiro a las tierras de cultivo. No se las deja en barbecho. “Y en
épocas en las que se les otorga un poco de descanso —lamenta Libermann—
las utilizan como alimento para las ovejas y los camélidos, que se
comen la poca hierba que hay por encima”. Y es que, además, este
sobrepastoreo afecta sobremanera a plantas herbáceas y leñosas como la
keñua, la kiswara o la thola, todas ellas originarias de Bolivia.
Otro aspecto a tener en cuenta es el de la extracción forestal y los
chaqueos, pues ambas actividades contribuyen al proceso de
calentamiento global que se sufre actualmente en el planeta, por el que
ya se han producido deshielos muy graves. Y para encontrar un ejemplo
no hay que irse muy lejos, basta con que uno se acerque al mítico
Chacaltaya, que casi está sin nieve.
En relación al tema, se han producido atrocidades tales como la tala de
bosques en pendientes de más de 45 grados, que son un muro de
contención para evitar los tan peligrosos deslizamientos.
La minería, por su parte, lo que hace es contaminar la vegetación y,
sobre todo, los cuerpos de agua con perniciosas sustancias como ácidos,
iones metálicos y no metálicos, sólidos en suspensión y sustancias
radioactivas, apuntalando aún más la esterilidad de los suelos.
Pero no siempre las causas tienen que ver con la mano del hombre.
“También la naturaleza puede influir —reconoce Zamora—. De esta forma,
en las zonas de altura tiene lugar, a menudo, el fenómeno de la
meteorización. Éste consiste en la rotura de las rocas a causa del
frío. Y ha dañado inmensas áreas”.
Lo
mismo ocurre con las aguas, salinas, aunque en este caso el hombre hace
de canalizador al emplearlas para regar cultivos. Al respecto, uno de
los referentes es el río Desaguadero. “El río Mauri, uno de sus
tributarios, arrastra gran cantidad de sales, que terminan acompañando
al Desaguadero en su trayecto de más de 300 kilómetros hacia el lago
Poopó —explica Libermann—. De esta manera, cuando las comunidades de su
alrededor riegan, impregnan los terrenos con sales y se produce el
desaguisado, pues en invierno, debido a la salinización, se llegan a
formar verdaderas costras salinas”.
Y después de las causas, por ende, vienen los efectos, pues la erosión
y la desertización están íntimamente relacionados con problemas
socio-económicos tales como la desnutrición, la migración no
planificada y la pobreza. “Como dato significativo, según los
resultados del último Censo del 2001, las zonas desérticas cada vez se
encuentran más despobladas.
Intentar dar marcha atrás
¿Qué se hace al respecto? Bolivia, junto a otros 210 países, participa
de la Convención Internacional de la ONU de Lucha Contra la
Desertización, implementada en el año 1992 en la Cumbre de la Tierra,
que se celebró en Río de Janeiro (Brasil).
Y esto se traduce en acciones concretas. Así, amén de jornadas de
sensibilización, mapas y diagnósticos, se llevan a cabo diferentes
proyectos en el marco del Plan de Acción Nacional de Lucha contra la
Desertización (PANLCD).
Entre los objetivos está la rehabilitación de tierras del valle central
de Tarija, el manejo de los recursos naturales en los valles altos y el
Chaco, el impulso a los Programas de Acción Subregional del Gran Chaco
Americano y de la Puna Americana y los apoyos concretos en estos temas
a las ONG.
Pese a los esfuerzos, la tarea no se antoja fácil, ya que recuperar por
completo una zona degradada que va camino de convertirse en un desierto
puede ser una inversión natural que demore entre 50 y 80 años en los
mejores casos.
Por eso, para muchos la verdadera solución estaría en la recuperación
de las maneras de vivir de los antiguos señoríos aymaras, el estado
incaico y los grupos étnicos de las tierras bajas del oriente, quienes
tenían antaño sistemas de manejo de tierras, aguas y otros recursos que
permitían una convivencia con la naturaleza en base a la casi perfecta
adaptación a ésta.
Según Libermann, era un frágil equilibrio, pero que funcionaba, pues
las huellas que han dejado las técnicas agrícolas y de riego, el manejo
espacial de las sociedades sedentarias andinas y el aprovechamiento de
los bosques y otros ecosistemas por parte de los grupos de cazadores,
pescadores y recolectores de la amazonia y el Chaco, son una muestra de
un manejo ambiental racional y sano.