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Los límites planetarios Imprimir E-Mail
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lunes, 10 de mayo de 2010
Planeta Tierra Desde hace algunos años, las advertencias acerca de los riesgos del cambio global, y en especial del cambio climático, se suceden. El Informe Stern, por proceder de un economista poco sospechoso de ser un ambientalista más o menos ácrata, y por haber sido encargado por el Gobierno británico, fue un aldabonazo fuerte que resonó en medios generalmente sordos, e incluso muy refractarios a esta clase de preocupación.

Luego llegó el cuarto informe del IPCC que, aunque moderado y prudentísimo en sus cálculos, dejaba claro que el cambio climático era real y sus consecuencias temibles, y venía respaldado por dos mil quinientos científicos de todo el mundo. La película de Al Gore Una verdad incómoda tuvo también mucha resonancia, aunque entre los más reticentes la personalidad política de Gore más bien causó reacciones opuestas. Algunos han seguido negando la realidad del cambio climático, empezando por el Gobierno Bush en EEUU y por personas tan conocidas como el excelente novelista de ciencia ficción Michael Crichton. También hay científicos solventes que creen que se han exagerado mucho las tintas y que los datos reales de que disponemos no avalan un aumento de la temperatura sensible en los últimos quince años, si se considera el hecho de que estamos en un período caluroso dentro de los ciclos habituales. Pero los trabajos científicos que reconocen como reales el cambio y su autoría humana han seguido llegando a un ritmo creciente, y no sólo abonan las tesis del IPCC sino que en muchos casos indican que éstas pueden haberse quedado cortas. La razón de esto último es fácil de comprender.

El informe del IPCC es ciencia consensuada. Cada afirmación ha de ser aceptada por todos. Por tanto, establece lo que es la verdad científica conocida sobre el tema, una especie de mínimo común denominador para miles de investigadores de muy diversas disciplinas cuyos resultados a menudo son heterogéneos y difíciles de comparar (Terradas, J., Peñuelas, J, 2008. Ambio 3, 4: 321). El Global Carbon Project, un importante programa internacional, ha señalado que las estimaciones del IPCC estaban siendo desbordadas: entre el 2000 y el 2008, el aumento del CO2 en la atmósfera siguió una tendencia más rápida que la peor hipótesis de todas las utilizadas por el IPCC (Michael R. Raupach, Gregg Marland, Philippe Ciais, Corinne Le Quéré, Josep G. Canadell, Gernot Klepper, Christopher B. Field. 2007. Global and regional drivers of accelerating CO2 emissions. Proc Natl Acad Sci U S A. 12; 104(24): 10288–10293).
Es posible que la crisis económica haya reducido esta tasa de aumento, pero aún así muchos especialistas dudan que podamos confiar en mantener la concentración de CO2 entre 350 y 450 ppm, que es lo que dejaría el aumento medio de temperatura durante este siglo alrededor de unos 2ºC. Crecen los temores, además, de que se desencadenen mecanismos autoacelerados incontrolables. Dos ejemplos claros: la reducción del hielo ártico en verano reduce el albedo terrestre y aumenta la captación de la radiación solar, aumentando la temperatura; y la fusión del permafrost en las altas latitudes puede liberar enormes cantidades de metano, un gas de efecto invernadero más de veinte veces más potente que el CO2.

Umbrales que no se deberían traspasar

¿Cuáles son los límites que no deberíamos traspasar para evitar males mayores y este proceso autoacelerado que algunos, como James Lovelock (2007. La venganza de la Tierra, ed. Planeta, 249 pp.), creen que ya ha empezado, y que es muy capaz de convertir en inhabitable la mayor parte del planeta? Esta pregunta se la ha formulado recientemente un grupo de veintinueve prestigiosos científicos, encabezado por Johan Rockström de la Universidad de Estocolmo. Sus propuestas, publicadas en Nature en versión reducida y en Ecology and Society de modo más extenso. (Rockström, et al, Nature 461, 472–475; 2009; id, en prensa.

Ellos han abierto un debate importante. La idea que les mueve es que la acción antropógena ha alcanzado tales proporciones que no puede excluirse un cambio global abrupto. Para evitarlo, sugieren disponer de unos indicadores que señalen los límites biofísicos que no debemos pasar para que no se produzcan procesos no lineales de consecuencias potencialmente catastróficas. Detectan nueve límites y para siete de ellos ponen cifras a los umbrales que deberían respetarse. Estos siete se relacionan con la concentración de CO2 en la atmósfera, la acidificación oceánica, la concentración de ozono estratosférico, la fijación de nitrógeno y el vertido anual de fósforo al mar, el consumo de agua dulce, la proporción de tierras cultivadas, y la perdida de diversidad biológica. Los dos restantes, más difíciles de cuantificar con un solo indicador, son la carga de aerosoles y la contaminación química. Los autores creen que ya hemos transgredido tres de estos umbrales (CO2, pérdida de biodiversidad, nitrógeno) y que todos estos límites son interdependientes, por lo que rebasar uno de ellos puede arrastrarnos a pasar también otros. Así pues, proponen trabajar sobre este nuevo concepto de límites planetarios para definir el marco de seguridad para las sociedades humanas. Reconocen las dificultades para establecer estos límites, porque nuestros conocimientos del sistema pueden ser insuficientes, porque es muy difícil comprender el funcionamiento de los sistemas complejos con sus interacciones no lineales, y porque los efectos de la transgresión de un límite dependen también de la resiliencia (capacidad de los sujetos para sobreponerse a períodos de dolor emocional) de nuestras sociedades.

La propuesta ha producido ya bastantes reacciones. Entre los científicos, algunos discuten los umbrales que proponen y, incluso, si estamos en condiciones de establecerlos con rigor, y algunos dudan incluso de la conveniencia de fijar límites porque, en aquellos no transgredidos, no se verá razón suficiente para cambiar nuestros malos hábitos de conducta en relación con el planeta. El intento de cuantificar los límites es atrevido y responde, por otra parte, a una demanda continuada de los políticos: ¿cuando hay que considerar que se ha encendido la luz roja de peligro? "Dadnos indicadores" es el mensaje que los científicos recibimos constantemente de políticos y gestores. Pero cuando se les dan es inevitable que se produzcan muchos desacuerdos en la propia comunidad científica, que sin duda han de ser aprovechados por quienes prefieren postergar la toma de decisiones que supongan cambios importantes en el actual modelo económico. En mi modesta opinión, los indicadores pueden ser útiles, pero siempre tienen el grave inconveniente de que tendemos a sacralizar los números. Y eso, cuando se trata con sistemas complejos y mal comprendidos, tiene riesgos importantes. Los economistas lo saben.

Dificultades con los indicadores

En efecto, lo que se nos pide a los ecólogos es que demos indicadores como el PIB. Son índices que agregan muchas cosas y cuya interpretación está lejos de ser sencilla, pero que en economía se aplican muchas veces con demasiado dogmatismo. Disponer de este tipo de indicadores macroeconómicos no ha evitado las crisis. Algunos economistas prudentes claman por volver a prestar más atención a la microeconomía. Quizás esto pueda servirnos de aviso. Si lo que se pretende es evitar una crisis, seguramente que no lo lograremos con una batería de indicadores. Esto no significa que sean completamente inútiles. Me parece que pueden tener cierta función pedagógica. Pero también pueden ser engañosos. No es tanto que se puedan usar mejor o peor como el hecho en sí de que, cuando tenemos cifras, tendemos a creer demasiado en ellas. Un ejemplo conocido por cualquier investigador es el de los índices de impacto o el valor h en la evaluación de la investigación. Que algo significan es evidente. Y que han ayudado a estimular la deseada tendencia a publicar en revistas internacionales, también. Pero son demasiado fáciles de usar, demasiado cómodos, y prácticos, a la hora de dirimir los casos sin tomarse la molestia de profundizar lo que hay tras el valor numérico (empezando por la calidad real de las aportaciones y acabando por las condiciones en que se han producido y qué parte de lo realizado por cada investigador no se refleja en la cifra). Los indicadores son útiles en algunos aspectos, en otros pueden desviarnos de lo esencial. Cuando tratamos de problemas mucho más relevantes, de magnitud global y relativos al bienestar de toda la Humanidad, hay que extremar la prudencia.

El sistema planetario es de una complejidad enorme. También lo es el cuerpo humano, y tomarle la temperatura sigue siendo un indicador útil: un estado febril puede derivar de muy distintos procesos, pero nos advierte de que algo no funciona lo bastante bien. Sin embargo, tener 38º no es necesariamente estar menos enfermo que tener 39º, dada la multiplicidad de causas. Puede que los 38º sean debidos a una tuberculosis y los 39º a unas vulgares anginas.

¿Son tan débiles los límites que se nos proponen para el sistema planetario? Puede que no. Para empezar, tienen una ventaja muy importante: no son valores agregados. Cada uno se refiere a una variable específica. Por ejemplo, la situación del ciclo del carbono y el cambio climático se pondera en relación a un valor límite de 350 ppm de CO2 en la atmósfera (por cierto, ya ampliamente superado). Una sola variable, cierto, para una serie de procesos muy complicados, y eso también es un inconveniente. Para empezar, hay otros gases de efecto invernadero además del CO2. Luego, las relaciones entre cada variable y los procesos planetarios son poco menos que indescifrables. Hay indicios para pensar que un aumento de CO2 ha ido asociado a mayores temperaturas: el análisis de las burbujas de aire apresadas en la sonda obtenida en los hielos de Vostok ha permitido reconstruir la evolución, fluctuando en paralelo, de la concentración del gas y la temperatura hasta hace 400.000 años. Sin embargo, este paralelismo es menos evidente cuando se considera el aumento del CO2 en las últimas décadas y la evolución de la temperatura, que no parece seguir el mismo ritmo. Además, en las muestras polares el aumento de temperatura precede al del CO2, mientras que ahora el proceso debería ir al revés, el cambio atmosférico provoca el aumento térmico. Sobre las razones de la actual respuesta térmica hay mucha discusión, en particular sobre el posible papel de los aerosoles, y no entraremos en ellas.

Otras variables presentan problemas. En realidad, es casi imposible determinar la tasa de extinción con un mínimo de garantías. Sólo se infieren estimaciones a partir de la pérdida de hábitats, pero cuando los cálculos de la biodiversidad existente varían entre cinco y treinta o incluso cien millones de especies, la incertidumbre es excesiva para hacer afirmaciones en este sentido, y algunos estudiosos se muestran muy atrevidos al decir que hemos sobrepasado los límites tolerables para este indicador. Tanto más cuánto nadie sabe cuál es el mínimo de diversidad necesaria para mantener el funcionamiento de los sistemas soporte de vida. En cuánto al nitrógeno, aunque es cierto que se está produciendo una fertilización excesiva en muchos ecosistemas tampoco parece que sea fácil decidir cuál es el umbral de peligro y si lo hemos pasado o no. De momento, la fertilización tiene su cara positiva, al contribuir a la alimentación de las poblaciones humanas. Aunque es evidente que, tanto en el caso del nitrógeno como en el del fósforo, estamos generando un problema, resulta muy arriesgado dar un valor para un umbral que no debiera traspasarse y los propios autores advierten del alto grado de incertidumbre en que se mueven, a pesar de lo cuál escogen un valor de fijación del nitrógeno atmosférico que ha sido pasado con creces.

No hace falta seguir examinando las variables propuestas una a una. La fortaleza de la propuesta es señalar que hay umbrales en el sistema planetario, pasados los cuáles pueden producirse cambios abruptos, afirmación que es difícil no suscribir. Las debilidades se hallan en la dificultad de establecer cuáles son estos umbrales y qué variables deberíamos considerar dado que no se trata de variables independientes, sino que hay interacciones que aún no comprendemos en los diversos subsistemas (clima, océanos, respuestas ecosistémicas, etc.).

Una nueva palabra para el reto del futuro: la descarbonización

Desde hace años, se vienen empleando algunos términos clave para referirse a la situación ambiental. Uno de ellos, que ha conocido mucho éxito desde su formulación en el Informe Brundtland, es desarrollo sostenible. Cierto que su definición se suele hacer más por crítica del crecimiento insostenible que por una explicación convincente de cómo ha de ser un desarrollo sostenible que sea a la vez desarrollo, entendido como mejora de las condiciones económicas y de calidad de vida, y sostenible en el sentido de ser compatible con el mantenimiento de los procesos de soporte de la vida. Pero la sostenibilidad se ha convertido en un cuarto eje de la utopía, junto a los clásicos de libertad (o gobierno democrático respetuoso con los derechos del individuo), igualdad (o justicia equitativa en el acceso a los recursos básicos y trato igual ante la ley) y fraternidad (o solidaridad entre las gentes y los pueblos). Y, como estos tres ejes anteriores, la sostenibilidad puede parecer algo deseable pero también inalcanzable, ya que no está claro que los buenos deseos lleguen a imponerse a las realidades de la naturaleza humana y los conflictos perennes. Sin embargo, mientras que no existen condicionantes externos que puedan obligarnos a ser más libres, más iguales y más solidarios, sí pueden haberlos que nos fuercen a avanzar hacia una mayor sostenibilidad: si no lo hacemos podemos sufrir consecuencias graves y cuando éstas se vayan manifestando serán una fuerza que empujará hacia la toma de medidas. En este sentido, el utopismo aparentemente idealista del desarrollo sostenible puede devenir una imperiosa necesidad, aún a costa de grandes sacrificios, e incluso a costa del desarrollo económico. Sería mucho mejor, desde el punto de vista de los intereses humanos, evitar que esto ocurra por la fuerza mayor de una creciente disfunción en los sistemas planetarios.

El problema más preocupante con el que nos enfrentamos es, seguramente, el posible cambio climático derivado de las crecientes emisiones de gases de efecto invernadero. Por tanto, los esfuerzos deberían concentrarse en realizar cambios profundos en qué clase de energía empleamos y cómo lo hacemos. La palabra clave para la estrategia del futuro podría muy bien ser descarbonización. Aunque las reservas actuales de petróleo y gas natural pueden resultar insuficientes para soportar una demanda que crece muy deprisa, y que esto se agrave por el hecho de que gran parte de estas reservas estén bajo control de países que puedan resultar políticamente problemáticos para los occidentales, quedan en el planeta muchos recursos energéticos con carbono. Está aumentando mucho el uso de carbón, de los que la China y la India poseen una cuarta parte de las reservas mundiales. Hay enormes reservas de arenas y arcillas bituminosas, especialmente en Canadá, que aún ofrecen dificultades tecnológicas para su explotación, pero las mayores inversiones en nuevas energías tienen lugar precisamente en la producción de combustibles a partir de estos materiales. Y se han puesto muchas esperanzas en el uso de hidratos de metano, abundantísimos en las regiones frías del planeta con suelos helados (permafrost) y en algunos fondos marinos. También en este caso hay dificultades, ya que la tecnología actual no permite la explotación sistemática de estas reservas por la dureza de las condiciones ambientales y las dificultades de acceso, pero las cantidades existentes supondrían la posibilidad de disponer de una fuente inmensa de gas natural.

¿Cómo avanzar hacia la descarbonización?

La apuesta por estas fuentes de combustible por parte de las grandes compañías existe, y la ven como la manera más sencilla de continuar con el modelo actual. Sin embargo, es este modelo el que genera problemas. Todas estas fuentes suponen continuar con la sociedad que ha prosperado a lomos del petróleo, pero que también ha generado el problema de las emisiones de gases invernadero. La propuesta alternativa es un reto bastante más complejo: descarbonizar significa ampliar mucho el espectro de las energías empleadas y, por otra parte, impedir que el CO2 emitido por procesos industriales llegue a la atmósfera. En efecto, una idea consiste en retener el CO2 emitido por centrales de carbón u otras y mandarlo canalizado hasta lugares apropiados para inyectarlo en capas profundas y seguras de la corteza terrestre. Las centrales de combustibles fósiles, nucleares o de cualquier otro tipo de energía (fotovoltaica, eólica, geotérmica, de olas y mareas, etc.) deberían servir para aumentar mucho la producción de electricidad, y ésta para sustituir muchos usos actuales de los combustibles fósiles. Habrá que hacer muchos cambios en la arquitectura hacia tipos de edificación que ahorren energía, agua potable, y que minimicen la generación de residuos durante la construcción y al final del ciclo de vida, y ello se logrará con nuevos diseños y con procesos de preproducción industrial de las construcciones.

Habrá que repensar el urbanismo para disminuir el transporte horizontal y crear ciudades compactas polinucleares autosuficientes, con mayor desarrollo vertical por encima y por debajo del suelo y más ahorro de suelo. Hay dos esperanzas principales para el transporte de personas, junto al incremento de los servicios públicos de tipo ferroviario: el coche eléctrico, que dado que las baterías han experimentado importantes mejoras en sus prestaciones y seguramente seguirán haciéndolo, tiene el obstáculo de la inexistencia de redes adecuadas para la recarga, algo relativamente fácil de solucionar; y la producción de un sustituto para el queroseno de los aviones a partir de cultivos de algas modificadas genéticamente, que ya han dado, en condiciones experimentales, producciones muy elevadas (del orden de veinte veces más por unidad de superficie) en comparación con las plantas que producen etanol o biodiesel: las algas requerirían mucho menos espacio, no competirían con la producción de alimentos básicos y pueden dar un producto que apenas necesita tratamiento para ser usado como combustible, pero todavía hay que resolver el problema del paso de condiciones controladas a la producción en masa.

La descarbonización plantea un cambio de estrategia global de vastas dimensiones. La dificultad mayor (aunque hay aún muchas dificultades importantes en la solución de los distintos tipos de tecnología para hacerlas disponibles) estriba en que muchos procesos industriales, muchas empresas y muchos puestos de trabajo han de ser sustituidos por otros procesos y otras maneras de hacer. Para que esta transición sea posible, las grandes empresas que actualmente controlan la producción y distribución de energía no deberían oponerse a ella sino entrar a fondo en las nuevas posibilidades de negocio que aparecerán con el cambio. Ya se entiende que no podrán hacerlo de un modo súbito, pero, si el futuro ha de ser descarbonizado, las que no realicen la reconversión serán tarde o temprano apartadas al desván de las tecnologías obsoletas. Hoy todavía es difícil que los políticos tomen decisiones y compromisos fuertes hacia un mundo descarbonizado. Pero es casi seguro que el tema siga abierto, porque el problema existe, y más pronto que tarde las sociedades más avanzadas (y su extrema vulnerabilidad al aumento de los costes de los combustibles fósiles) exigirán que nuevas tecnologías resuelvan sus necesidades.

Los negacionistas del cambio climático temen que el alarmismo creado en torno a esta cuestión conduzca a conclusiones precipitadas, a decisiones muy costosas que podrían evitarse y que implicarán que los recursos invertidos en luchar contra un fantasma no estén disponibles para temas que consideran mucho más prioritarios, como la mejora de la salud y de la alimentación en el mundo. Esta es la excusa. Pocas veces, me temo, son quienes trabajan por mejorar la alimentación y la salud los que expresan su temor de perder recursos por la distracción de parte de estos hacia la lucha contra el cambio climático. Pero no entremos en juicios de intenciones. Es objetivamente cierto que las cantidades de recursos son limitadas, y que los que se destinen a una partida en cualquier presupuesto no estarán a punto para otras partidas. Claro que en lugar de detraer recursos de alimentación y sanidad, podrían detraerse de la fabricación de armamentos y del mantenimiento de guerras para asegurar los yacimientos y conducciones de petróleo y otros recursos. Pero me parece que no es ésta la cuestión.

La cuestión es que, si el mundo, o al menos las sociedades más poderosas económicamente, deciden que hay que declarar la guerra al cambio climático, pueden generar una ola de actividad del mismo modo que ha ocurrido cuando estas sociedades han entrado en un gran conflicto bélico: la economía entera de un país puede reconvertirse en meses o algún año cuando se produce una situación de necesidad. La movilización de recursos puede ser impresionante. La Segunda Guerra Mundial fue un ejemplo espectacular de esto. No hizo falta mucho tiempo para que, en lugar de otras cosas, se fabricasen ametralladoras, cañones, tanques, aviones, destructores, submarinos o acorazados, para que se crearan equipos e instituciones encargados de controlar el desarrollo de las operaciones, el espionaje de las actividades del enemigo, el apoyo a la resistencia, la defensa civil y, de hecho, toda la actividad social se transformó enseguida.

El motor de este cambio fue la aparición de una causa externa perentoria. Al presidente Roosevelt, cuyo New Deal no había logrado sacar al país de la recesión de modo definitivo, le vino bien el ataque japonés a Pearl Harbour, la excusa necesaria para embarcar a Estados Unidos en un inmenso esfuerzo bélico. La gran recesión quedó atrás. ¿Podría ocurrir algo parecido si se declarase la guerra al cambio climático, sea este tan inminente como dice la mayoría o tan poco como creen algunos? Es muy posible. Se podría relanzar la economía en una nueva dirección y cambiarlo todo si algo lo bastante fuerte empujase a los gobernantes a actuar y les diese los motivos suficientes para esgrimirlos ante sus electores.

Recesión y sus causas

¿Puede esto ocurrir? Mi impresión es que sí, y me acojo a la explicación que le he escuchado a un importante economista, Antoni Serra Ramoneda, aunque puede que no logre transmitir con corrección total sus ideas ya que la economía no es mi campo. Para razonarlo debo explicar algo que creo sustancial. Estamos viviendo una crisis que puede ser larga, aunque no tenga la magnitud de la de 1929. Ha sido considerada como una crisis financiera, producida por la propagación, en el sistema financiero mundial, de las famosas "subprimes". Esta fue, al parecer, la causa más directa, al provocar sonadas bancarrotas de prestigiadas entidades crediticias y la consiguiente retracción de los créditos, reducción de la actividad empresarial, aumento del paro, etc. Sin embargo, hay otras dos causas que precedieron a la crisis financiera y que van a subsistir cuando ésta haya sido superada. La primera crisis, que es de fondo y de largo trayecto, es la ambiental. El continuo aumento de la presión que ejercemos sobre los recursos y los ecosistemas del planeta produce una degradación de los sistemas de soporte de vida. En este marco se produce una segunda crisis: la demanda de petróleo de países emergentes tan poblados como China e India se dispara y arrastra con ella una histórica subida del precio del barril de crudo en 2008, que roza los 150 dólares, el más alto jamás registrado. Esta subida del petróleo impacta fuertemente en las economías, y al debilitarse las economías aparecen problemas que permanecían ocultos, como el de las burbujas inmobiliarias y los créditos que no se pueden devolver infectando las carpetas de valores aparentemente sólidas. Así pues, una triple crisis en la que el aspecto financiero es el más inmediato, pero no la causa de fondo.

Así las cosas, lo cierto es que podemos engañarnos con los brotes verdes, e incluso con una reactivación de las economías, pero la cuestión de los recursos en general y del petróleo en particular sigue ahí. Si el precio del petróleo bajó al empezar la recesión no fue porque la oferta hubiera superado la demanda, sino porque los países productores prefirieron bajar los precios que causar el colapso de la economía mundial. Si hay reactivación, estos mismos países considerarán que ya se han sacrificado bastante y que los precios no pueden seguir artificialmente bajos, así que estos volverán a subir. La demanda sigue siendo muy superior a la oferta. No se puede extraer y refinar petróleo al mismo ritmo con que se está demandando. Es de temer que la presente recesión, que es muy posible que se salde con pocos cambios en el modelo económico basado en los combustibles fósiles, no sea sino el preludio de nuevas recesiones causadas por el encarecimiento de los combustibles. Y eso, tarde o temprano, va a convertirse en el detonante del cambio hacia la descarbonización.

Conclusiones

Aunque sigue habiendo muchos extremos por aclarar sobre cómo va a evolucionar el clima como resultado del aumento de los gases de efecto invernadero, y cualquier predicción es arriesgada, la mayoría de científicos dan por seguro que el cambio se ha iniciado y que es en buena medida consecuencia de nuestra actividad. Hay además otros procesos de dimensiones globales que también resultan de la acción humana. Algunos de ellos tienen potencial para producir situaciones muy indeseables e incluso catastróficas. Es razonable tratar de cifrar los umbrales que no deberían pasar ciertas variables, como señales de alerta, pero no debemos poner una confianza excesiva en los indicadores que se han dado, ya que hay demasiada incertidumbre en su efecto en el conjunto del sistema complejo atmosférico, oceánico y social.

Por ello, conviene usar estos valores con prudencia. Sólo un gran esfuerzo investigador puede reducir la incertidumbre y hacer mayor la utilidad de los indicadores que, sin embargo, por sí solos, nunca serán una solución. Mientras, las sociedades humanas han de emprender una carrera contra reloj para descarbonizar sus actividades, reducir el nivel de consumo de recursos, adaptarse a una economía de decrecimiento en este sentido (menor consumo de recursos per capita) en los países ricos y favorecer un mayor equilibrio entre ricos y pobres a la vez que, gradualmente, habrá que rebajar la presión de la demografía, que contribuye a aumentar las demandas.

Este proceso va a suponer un cambio profundo en los modelos productivos y de consumo. Pero, por desgracia, es presumible que las crisis de recursos y energética continúen agravándose en el futuro próximo y provoquen nuevas crisis económicas, lo que puede forzar en posteriores reuniones internacionales la adopción de medidas más decididas.

Jaume Terradas - Universitat Autònoma de Barcelona


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