En el afán por cuestionar los grandes mitos nacionales, Página/12 se ocupó esta vez del que tal vez sea el mito nacional por excelencia: el de la Argentina como país de tierras fértiles, donde alcanza con tirar una semilla para que emerja todo tipo de cultivos. Elena Abraham, especialista en desertificación, propone que reconocer la aridez de la mayor parte de nuestro territorio es condición indispensable para alcanzar un mejor desarrollo productivo.
–Entre el 21 de septiembre y el 2 de octubre se realizó en Buenos Aires la Convención de las Naciones Unidas de Lucha contra la Desertificación (Cnuld), de la que usted participó. Lo curioso es que si uno se pusiera a preguntarle a la gente, en general diría que la desertificación no tiene nada que ver con nosotros. Aprovechando que tengo enfrente a la persona que, según los rumores, más sabe de desiertos en Argentina, pregunto: ¿Por qué nos importa la desertificación?
–Justamente porque es necesario entender y transmitir que la Argentina no es el país de las vacas, aquel al que le cantaba Lugones con su “Oda a los ganados y las mieses”, sino que es el país de las tierras secas.
–Desierto...
–Tierras secas es un concepto más amplio que desierto, porque al decir desierto estamos pensando en un concepto que tiene mucha fuerza desde el punto de vista de la comunicación: viene del latín “desertare”, que significa un lugar sin gente, inhabitado, que no tiene soporte para la vida. Eso se sostiene sólo sobre la etimología de la palabra, pero en realidad no es así, porque si nosotros nos fijamos en lo que han significado los desiertos para la historia de la humanidad, los desiertos son los lugares donde nace la civilización.
–¿Piensa, por ejemplo, en el desierto del Sahara?
–En general. Las civilizaciones nacen en los lugares más favorables dentro de los desiertos. Lo que hay que entender cuando uno habla de desiertos es que no estamos hablando de un gran ambiente, de un gran sistema, sino de una cantidad de condiciones enormemente variables.
–Porque la civilización, en su primer estadio, es la lucha contra el desierto: canalizar, regar... Ahora, usted decía que la Argentina es el país de las tierras secas. ¿Qué porcentaje del país es seco?
–El 75 por ciento.
–¿El 75 por ciento?
–El 75 por ciento tiene condiciones de sequedad, en mayor o en menor grado.
–Es increíble... ¿Y qué significa eso?
–En primer lugar, que tenemos un país que le da la espalda a su realidad. Porque un país que no reconoce que su territorio tiene condiciones áridas es un país que no está pensando realmente en sus recursos, en sus potencialidades y en sus problemas. A través de la historia, hemos elaborado un modelo de país, una figurita (la del país exportador de productos agrícola-ganaderos) que no se corresponde con la realidad.
–El país de las vacas y las mieses...
–Y de esta manera dejamos de trabajar con lo que verdaderamente tenemos: con nuestra gente, con nuestras posibilidades, con nuestros recursos. Solucionar este problema es el objetivo que se propuso el Iadiza (Instituto Argentino de Investigaciones de las Zonas Aridas), que hace cuarenta años empezó como un esfuerzo provincial, nacido en Mendoza. Desde entonces hemos estado trabajando con todas las características que tienen los ambientes secos, tanto las naturales como las sociales, tanto las de investigación como las de transferencia, como las de aplicación, como las de tecnología, como las de docencia...
–¿Qué es lo que se puede sacar del desierto? Mendoza, por ejemplo, es un desierto sobre el que se consiguió, a fuerza de trabajo, sacar muchas cosas. Hay una cultura del trabajo que en otros lugares, donde los cultivos crecen solos, no existe. Lo que se obtiene en Mendoza proviene de los oasis, ¿o no?
–Esa es la imagen, pero también la cultura del trabajo tiene que ver mucho con la filosofía del inmigrante. El oasis es lo construido. Pero nuestro objetivo, justamente, es descubrir todo lo que está detrás de lo que es lo más visible, o sea, todo lo que está por fuera del oasis.
–Hay como dos direcciones posibles de desarrollo. Una sería extender el oasis. La otra es hacer producir el desierto. Lo que uno pensaría usando el sentido común, que no necesariamente dice la verdad, es que habría que extender el oasis.
–Yo pienso que una cosa no va contra la otra. Como en todo, son cuestiones complementarias. La idea es tratar de encontrar el modo de lograr un desierto productivo, con sustentabilidad, que se complemente con las actividades que se realizan en el oasis. La idea es superar la relación de competencia o de parasitismo que ha sido imperante hasta el momento. Hasta hoy lo que ha pasado es que con la lógica de apropiación de los recursos naturales, el capital natural y social del desierto se ha puesto al servicio de la concentración del poder en la zona del oasis.
–¿Y entonces?
–Nosotros pensamos que el desierto tiene capacidad productiva siempre y cuando respetemos sus reglas. No se trata de luchar contra el desierto, sino de vivir en el desierto. Eso conlleva muchos desafíos para el investigador. El primero es charlar con la gente que aún vive en el desierto para recuperar conocimientos tradicionales. El segundo es tratar de mejorar con alternativas tecnológicas y de conocimiento los medios de producción...
–¿Qué proporción de la población de Mendoza vive en el desierto?
–No tengo el dato específico. En las ciudades tenemos densidades de población de aproximadamente 300 habitantes por kilómetro cuadrado. En el desierto, la densidad baja a medio habitante por kilómetro cuadrado. Está prácticamente deshabitado. La gente, en el desierto, se nuclea en pequeñas concentraciones humanas y va disponiendo su actividad en relación con los modos de producción. En este caso, nosotros tenemos un desierto que se basa en la producción ganadera.
–¿Pero qué producción...?
–En el norte de Mendoza, en la zona árida más importante (el desierto de Lavalle), es una ganadería menor, de subsistencia. En el centro, donde el clima es más favorable, tenemos una ganadería mayor. Una de las líneas que trabajamos, entonces, es la de una producción ganadera sustentable, tanto de cabras como de ganado mayor.
–¿Y a qué va eso?
–Va a que en el desierto, las comunidades trabajan con rodeos que están en malas condiciones desde el punto de vista sanitario y con una sobrecarga de animales en relación con la capacidad de carga del sistema. Esto ocurre porque están respondiendo a una lógica de subsistencia, en la que se producen fundamentalmente cabritos. Acá hay un desafío muy fuerte, que es trabajar con todas las gradaciones de la aridez. Nosotros nos hemos centrado en la zona con mayores restricciones, la zona más árida de todas.
–¿El desierto está estabilizado? ¿O cada vez hay más desierto?
–Es cada vez más desierto, porque está sometido a los procesos de desertificación (palabra que proviene del latín, también, y que significa “hacer desiertos”). Se están haciendo desiertos por el mal uso de los recursos del desierto. Ese proceso está amenazando la productividad de prácticamente todas las tierras secas del mundo y responde a razones políticas, culturales, económicas. La desertificación es un fenómeno que sólo se puede entender mediante la teoría de los sistemas complejos, interdisciplinariamente.
–¿Y cuáles son las causas de esa desertificación?
–En la base de estos procesos naturales está la restricción del aporte de recursos hídricos: bajas precipitaciones, sequías recurrentes, empobrecimiento de los suelos, degradación de las tierras, escasez de las tierras, talas indiscriminadas que terminan con bosques secos (que, al ser de muy lento crecimiento, tardan siglos en recuperarse). Eso es lo que está pasando en el Chaco, y pasó en Mendoza hace cien años. Es un proceso que está vivo, que comienza con las maderas de mayor interés y termina con todo.
–Usted dijo que el 75 por ciento de las tierras son tierras secas. ¿Todas esas tierras secas son consecuencia del mal uso por parte del hombre?
–Tenemos que diferenciar las tierras secas que se dan por condiciones climáticas de las tierras secas afectadas por procesos de desertificación, que degradan las tierras y las tornan improductivas. Muchas tierras son naturalmente capaces, pero las hemos ido degradando a lo largo del tiempo, a través de procesos como la tala del bosque, el sobrepastoreo, la actividad minera, la actividad petrolera, el crecimiento de los grandes núcleos urbanos, la expansión de la frontera agropecuaria... y es uno de los mecanismos más fuertes que tenemos en este momento de producción de desertificación.
–¿Por qué?
–Porque se va talando la vegetación natural para implementar el cultivo. Anteriormente era algodón, ahora es soja. Siempre el monocultivo va atentando contra la diversidad biológica y social.
–Si la tala se llevara a cabo no para implementar un monocultivo, sino un policultivo... ¿qué pasaría? Digo: si yo pudiera regar el desierto, expandir la frontera agrícola de manera razonable (en el sentido de no implantar el monocultivo) la gente viviría mejor en el desierto.
–Usted ha dicho la palabra mágica: razonable. Tiene que ser de una manera planificada y basada en el conocimiento. Nadie está en contra de la transformación del sistema para producir actividades que tengan que ver con el uso del suelo y con un mejor aprovechamiento económico. Pero se puede hacer de muchas maneras, y hay algunas que son menos dañinas que otras, tanto para el sistema como para los grupos sociales.
–¿Hay maneras de transformar desierto en oasis?
–La historia nos dice que sí. Incluso se puede decir que es uno de los elementos del uso del suelo que no podemos olvidar.
–¿Y eso es bueno?
–Es bueno transformar el desierto en oasis, pero manteniendo la diversidad del desierto, conservando las distintas vocaciones que tienen los distintos ambientes y las distintas poblaciones para producir. El oasis no es el único modo de producción que puede haber en un desierto. Tiene que ser complementario con otro tipo de usos del suelo y tipos de modo de vida que existen en ambientes que no son precisamente el oasis.
–¿Por ejemplo?
–Por ejemplo: nosotros tenemos el oasis norte de Mendoza, que es el polo vitivinícola, pero a su vez eso está rodeado por un desierto. Todo el desierto que rodea al oasis no es una zona uniforme: tiene distintas condiciones, distintas potencialidades, que son las que hay que tratar de desarrollar para que ese territorio cumpla con toda su vocación. En el norte de Mendoza tenemos una zona que puede ser agro-silvo-pastoril, en donde podemos reimplantar el bosque, en donde podemos entregarle a la gente tecnologías para producir leche de cabra, carne, podemos hasta llegar a implementar una articulación del territorio a través de unidades productivas que al mismo tiempo conserven el sistema y le permitan a la gente tener mayores posibilidades de ingresos e insertarse en los circuitos económicos (evitando caer en condiciones de pobreza y marginalidad). A lo que apunto es a que, con muy poco esfuerzo, se pueden desarrollar modelos alternativos de desarrollo del árido, que tienen que ver con potenciar los recursos endógenos del territorio y devolverle su capital natural y social, para que estén en condiciones de competir con otros territorios que históricamente han sido más beneficiados.
–¿Eso es posible o es una utopía?
–Nosotros estamos convencidos de que es posible, y estamos trabajando desde hace mucho tiempo para desarrollar el modelo. Ahora lo estamos implementando con comunidades del desierto en unidades de producción y servicio, dado que la única manera de convencer a quienes toman las decisiones es que los resultados se vean. El asunto es que el desierto, con inversiones (tanto de conocimiento como de capital) y con el sentido de desarrollo, se puede transformar hasta donde uno quiera. Habría que pensar, también, qué modelo de desarrollo queremos.
–Bueno, eso es lo que siempre se dice.
–Pero no por eso es menos cierto. ¿Queremos un desierto transformado hasta el infinito, como ocurre en la ciudad de Las Vegas, donde todo gira alrededor de algo totalmente industrializado que, cuando caiga, va a volver a ser desierto? ¿O queremos un desierto más acorde con su real potencialidad y con sus recursos endógenos que, con algo de inversión de capital, pueda desarrollar sus potencialidades?
–Hay un ejemplo de transformación del desierto, que es el de Israel...
–Para ellos fue un poco más simple, porque el territorio que tienen es muy pequeño. Uno de los problemas que tenemos acá es que el territorio a transformar es enorme. Además, somos un país en vías de desarrollo, sin grandes capitales y que, por si fuera poco, ignora el desierto. Sospecho que hay otro problema. En el desierto no solamente hay pocos árboles, sino que también hay pocos votos.
–Es posible que ahí esté uno de los grandes problemas del desarrollo.
–Es posible, sí.
–Vuelvo al ejemplo de Israel. ¿Cómo hicieron?
–Lo primero que pasó en Israel fue que reconocieron que estaban en un desierto. Al tomar conciencia de eso, lo pudieron transformar.
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