Las
ideas vencedoras —dijo alguna vez Alfred North Whitehead— son aquellas
cuyo tiempo ha llegado. Eso podría decirse del pensamiento que
determina la conciencia ecológica y sus tareas de rescate, prevención,
dispositivos de mediano y largo plazo, defensa de las prerrogativas de
las generaciones futuras, aceptación de los derechos de los animales,
celebración racional de la Naturaleza.
Si uno se atiene a las evidencias ha llegado el tiempo de las ideas
ecológicas, prosigue el calentamiento de la Tierra, se incrementan los
desechos tóxicos, el capitalismo salvaje destruye los ecosistemas, las
sociedades campesinas a duras penas protegen parte de sus zonas
patrimoniales.
Y sigue la lista: el gobierno de George Bush se niega a suscribir los
Protocolos de Kyoto porque “Norteamérica tendría que gastar mucho
dinero”, los japoneses insisten en el levantamiento de la veda de la
caza de ballenas; cada año los canadienses matan a palos a más de 300
mil focas; la tala de los bosques es una actividad delincuencial muy
favorecida por la alianza de industriales y políticos en América Latina.
En México la conciencia ecológica ha sido tardía y todavía ahora no muy
eficaz, así ya disponga de la simpatía de sectores muy vastos (lo que
explica a los votantes de ese fraude estrepitoso: el Partido Verde
Ecologista de México.) Si en los niños y los adolescentes esta
conciencia es la señal del desarrollo civilizatorio, a los gobiernos y
el empresariado la defensa de la naturaleza les resulta una actitud
“subversiva”, lo que explica en Guerrero la impunidad de las compañías
madereras y la perdurabilidad de los políticos que asesinan o
encarcelan líderes campesinos.
Se invaden espacios de la biosfera, y se desdeñan o se califican de
“alarmistas” las protestas contra las perforaciones de la capa de ozono
y sus consecuencias previsibles, una de ellas la proliferación del
cáncer de piel.
La instalación de la planta nuclear en Laguna Verde, Veracruz, levanta
una gran protesta que el gobierno de Miguel de la Madrid desdeña sin
siquiera dar razones.
Los intereses creados insisten: nunca será tiempo de las ideas ecológicas, porque perjudican los grandes negocios.
En los libros de texto de la enseñanza elemental y la educación media
apenas se consignan los problemas del medio ambiente, temas
primordiales de cualquier país.
No se ignora la ecología pero se disminuye su importancia jerárquica y
sólo se le dedican unas líneas a la alteración de los recursos
naturales, la falta de control en las plantas termoeléctricas, los
derrames de petróleo en el mar, la contaminación de las fábricas de
cemento, las emisiones de humos, polvos y gases de la industria
petrolera (más las descargas de deshechos), el uso de carbón de piedra,
la producción —cortesía de la minería y la metalurgia— de residuos
perjudiciales que los organismos no consiguen biodegradar. Y todo esto
no provoca una alarma genuina.
Ante el panorama de los ecocidios, la sociedad se considera indefensa, y esto decide el auge de la indiferencia.
Con todo, hay grupos que persisten que con firmeza, y hay activistas
valerosos que se enfrentan a las compañías depredadoras y los políticos
y las autoridades policiacas o militares que las protegen.
Pero no pueden demasiado ante el dinero de las trasnacionales o las
empresas nacionales que obstaculizan el conocimiento de la realidad y
la aplicación de la ley.
No se entiende el costo múltiple de la destrucción de las especies, ni
trasciende el comentario trivial un fenómeno como el calentamiento
global.
¿A quién le atañen las emisiones de monóxido de carbono por el uso de
vehículos de motor? ¿Quiénes actúan para detener la contaminación de
los lagos y los mantos acuíferos? En todo caso, se alega, son problemas
mundiales y el permitir (por alguna compensación económica) la tala
inclemente o las cacerías fuera de temporada, no es asunto de interés
planetario.
De oírla en 1988, nadie habría hecho caso de la advertencia de Jonathan
Porritti: “Debemos prepararnos para reducir nuestros estándares de
vida”. Al respecto, sólo unos cuantos se preocupan en México y en
América Latina por las consecuencias de los ecocidios.
El movimiento ambientalista o ecologista o de los verdes, surge en
respuesta a problemas globales, y tiende a operar en un nivel mundial,
sin concentrarse en demasía en los problemas locales. (Esto cambia en
tiempos recientes) Tarda en implantarse el “Piensa globalmente, actúa
localmente”, y lo mismo sucede con las filiales de organizaciones de
tipo de Greenpeace, Friends of the Earth, Worldwide Fund for Nature, y
el Programa Ambiental de la ONU...
En la década de 1980 se prodigan los grupos locales, que obligan a los
supermercados a vender “productos de orientación ecológica”, y abogan
por la tecnología aplicada a la preservación del ambiente.
Pero la sociedad nacional acata los criterios de la sociedad global, sujeta en demasía a los mecanismos neoliberales.
Los problemas se acumulan hasta volverse instituciones del apocalipsis subsidiado.
Lo perfilado en otros países (la tesis de la unidad planetaria, la
alternativa de la ecoespiritualidad, la idea de la Tierra como un
organismo único que debe respetarse en su integridad) se minimiza o se
ignora en México, y desastres nucleares como los de Three Miles Island
y Chernobyl apenas repercuten en América Latina. El alejamiento de los
compromisos planetarios es el último tributo al aislacionismo, ¿y cómo
persuadir a las personas para que se vinculen en algún nivel con el
medio ambiente?
El uso despiadado de la alta tecnología destruye la relación directa entre las personas y la Naturaleza.
Se divulga una creencia fatídica: la tecnología es la repuesta última a los problemas, y por eso el porvenir está asegurado.
Este optimismo delirante remite las cuestiones del agua, la
contaminación, la inversión térmica, el calentamiento de la Tierra, al
porvenir siempre inverificable.
Y no obstante su tenacidad, las victorias de los grupos ecologistas son
por lo común sectoriales porque las causas de la ecología aún no son
nacionales, con la excepción de la escasez del agua, la amenaza trágica
de los años próximos.
Sin embargo, como señala Cecilia Navarro, no sólo las organizaciones
civiles luchan contra los proyectos corporativos, sino ya las propias
comunidades defienden sus recursos patrimoniales, como en los casos de
la comunidad de Cacahuatepec, en La Parota, de la comunidad del valle
de San Luis Potosí contra la minera San Xavier, de la comunidad de El
Higo contra la incineradora de Askarelas de Altecín.
Y debe mencionarse la lucha de los campesinos ecologistas de Guerrero contra Boise Cascade y los caciques de la región.
Carlos Monsiváis - Escritor
Fuente: VANGUARDIA
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