Nadie
duda de que, en líneas generales, estemos avanzando como civilización.
En las últimas cuatro décadas se triplicó la renta mundial per cápita,
se multiplicó la producción de alimentos, la expectativa de vida
aumentó más de quince años y se duplicó la población mundial. Pero este
aparente éxito nos está cegando y nos cuesta advertir los efectos
colaterales de nuestro dañino comportamiento respecto de los recursos
naturales.
Satisfacemos nuestras necesidades en el corto plazo, sin importarnos
las consecuencias adversas sobre el ambiente –y por ende sobre nosotros
mismos–: pérdida acelerada de biodiversidad y ecosistemas, la
disminución de la capa de ozono, contaminación del aire, del suelo y
del agua, presión sobre las reservas de agua potable, exceso de pesca
en los océanos, uso abusivo de combustibles fósiles o aceleración del
calentamiento global.
Si se sigue este ritmo de “evolución” y consecuente depredación, los
recursos naturales no alcanzarán para satisfacer las necesidades de las
generaciones futuras. Cientos de desastres naturales ocurren cada año
en el planeta y hay zonas más susceptibles a sufrirlos que otras, pero
¿es cuantificable la incidencia del hombre en el aumento de
periodicidad o de fuerza de fenómenos naturales que ocurrirán? ¿Debemos
dejar de llamarlos “naturales” para calificarlos de “no naturales” o
“inducidos”?
Nuestros aportes al calentamiento global definitivamente tienen mucho
que ver con las sequías extremas, los deslizamientos de tierra y las
inundaciones que periódicamente afectan y afectarán a vastas zonas del
planeta. Seguramente, el incremento de la fuerza de las tormentas
–huracanes, tornados, ciclones– también tiene que ver con nuestro
accionar.
Quizás el obrar del hombre incida con California (falla de San Andrés)
y Tokio (construida sobre la unión de tres placas tectónicas),
devastadas por poderosos terremotos. Más difícil será precisar la
incumbencia humana sobre la posible explosión de un supervolcán, como
el que duerme bajo Yellowstone, el parque nacional más importante de
Estados Unidos, y que explotará con la fuerza de 1000 bombas atómicas,
o con Nueva York hundida por un enorme tsunami originado en una
erupción volcánica en las islas Canarias.
Es complejo precisar en qué porcentaje influyó nuestra irracionalidad
sobre los recientes desastres naturales, pero si hay un efecto positivo
del paso de Katrina y de su hermana menor, Rita, es que en todo el
planeta se alzaron voces calificadas alertando que no sólo nombre de
personas tuvieron estas tormentas tropicales, sino que las personas y
nuestro obrar tuvimos mucho que ver con ellas. Esperemos que ahora el
presidente Bush se oriente hacia la firma del protocolo de Kyoto y la
postergada cuestión ambiental pase a formar parte de la agenda del país
más poderoso del mundo.
Deberíamos adoptar el principio precautorio de no relativizar el
alarmismo de los verdes y reflexionar sobre nuestro obrar, intentando
vivir de una manera sustentable, dependiendo más de los recursos
renovables y utilizándolos racionalmente. Es indispensable incentivar
un cambio de comportamiento hacia otro que se corresponda con un estilo
de vida y un modelo de desarrollo que maximice el bienestar presente
sin comprometer el de las futuras generaciones. Es indispensable un
crecimiento económico con equilibrio ambiental a largo plazo; si los
ecosistemas colapsaran, colapsará la economía, colapsará el planeta.
Todo sucederá según las estrategias que se ejecuten de ahora en más y
dependerá de lo responsable que sea nuestro comportamiento con respecto
a este mundo que tanto nos da.
Y quizás así los fenómenos naturales sean sólo naturales.
Por Federico José Caeiro (h.)
Fuente: La Nación
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