Wilma,
el último nombre de la lista para los ciclones de esta temporada,
podría usarse en cualquier momento antes del próximo 30 de noviembre,
pues según los meteorólogos están latentes las condiciones para que se
forme el organismo tropical 21 de esta temporada, e incluso podría
suceder que se formara uno más.
De ocurrir esto, se agotarían los identificativos previstos para este
año, aprobados con base en el Plan Operativo de Huracanes de la
Asociación Regional IV para América del Norte, Central y el Caribe,
edición 2001, de la Organización Meteorológica Mundial.
Al terminar estos nombres, que son 21 tomando en consideración que esa
ha sido hasta el momento la cantidad máxima de ciclones en una
temporada —la de 1933—, se ha tomado como acuerdo internacional que se
prosigan bautizando las tormentas tropicales y ciclones con las letras
del alfabeto griego, como Alfa, Beta...
Esta práctica de dar nombres a los organismos tropicales comenzó a
extenderse a partir de la temporada de 1953, cuando los Estados Unidos
abandonaron el plan de denominar las tormentas usando un alfabeto
fonético, y ese mismo año la Oficina del Tiempo de Estados Unidos de
América los llamó únicamente con nombres de mujeres.
Antiguamente en la región se estilaba utilizar los nombres del santo
del día para identificar las tormentas, lo cual prestaba a confusión,
porque cada país le daba uno distinto según el día en que fuera
afectado.
Fue el australiano Clement Wragge, a finales del siglo XIX, el primer
meteorólogo que utilizó un nombre propio para denominar un ciclón. Pero
la práctica de darlo a los meteoros no se hizo común hasta la Segunda
Guerra Mundial, cuando los meteorólogos del ejército norteamericano
comenzaron a darle los de sus esposas, hijas y hasta amantes a los
peligrosos fenómenos.
Sin embargo, más de 20 años después las féminas lograron romper el
estigma de “tormentosas”, y en 1978 se incluyeron nombres de hombres en
las listas de tormentas del Pacífico Norte, mientras un año después la
Organización Meteorológica Mundial se encargó de extender esa
iniciativa a todo el mundo.
El uso de nombres propios para designar cada huracán tiene que ver con
lo necesario de su rápida identificación y seguimiento. Aunque
existieron propuestas que incluían la utilización de números, letras,
alfabetos especializados y otros más, ninguna ha demostrado ser tan
eficiente como la actual.
Cada año, al finalizar la temporada ciclónica, expertos meteorólogos
preparan una lista potencial de 21 nombres para la venidera temporada,
utilizando los idiomas predominantes en la región (español, inglés y
francés), la cual contiene un nombre por cada letra del alfabeto. No
obstante, letras como la Q, U, X, Y, Z, no se incluyen, debido a que
pocos nombres empiezan con ellas.
Las listas son utilizadas de nuevo cada seis años, aunque se reciclan
retirándose de ellas el nombre de fenómenos especialmente destructivos,
en cuyo caso se sustituye por otro que comience con la misma letra
inicial.
Si bien el reglamento estipula que el viejo calificativo puede volver a
usarse diez años después, a propuesta de los países afectados —que es
aprobada por acuerdo de la Organización Meteorológica Mundial—, también
puede retirarse definitivamente, como ha sucedido, por solo citar
algunos ejemplos, con Camille (1969), Gilbert (1988), Andrew (1992) o
Pauline (1997).
Lo que sí es una incertidumbre es qué pasará en lo que resta de temporada.
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