La
sociedad civil se pregunta si no estamos en un nuevo periodo de
desastres, pandemias y catástrofes de carácter casi bíblico.
Inundaciones terribles, que irrumpen en sequías dramáticas, se alternan
con huracanes, tifones y tornados, sunamis y otras plagas y pandemias
anuncian destrucción.
Las desgracias nunca vienen solas, sentencia la voz popular, y como
casi siempre, seguro que no le falta razón. Mientras, los muertos se
nos amontonan ante los ojos en tal cantidad que nos dejan ciegos ante
tanta desgracia acumulada.
El mundo parece todo él viejo y se diría que las goteras le empiezan a
salir como a cualquier anciano; En todo caso, como sucede con los
chequeos geriátricos, andamos pisteando un origen común, alguna razón
oculta que logre explicarnos lo que sucede. Y suceden varias cosas.
Sucede que pertenecemos a una especie que descubrió que la mejor manera
de perpetuarse no era acomodarse al medio sino someterlo. El hombre
lleva millones de años subvirtiendo leyes naturales y modificando el
entorno a su capricho, ha ido destruyendo el medio en donde nació para
convertirlo en otro en donde morir, a su medida, y puede que empecemos
a pagarlo de manera definitiva. Ahí esta el cambio climático.
El hombre, en su quimera transformacionista, ese empeño enloquecido de
transformar todo con lo que se encuentra en su camino evolutivo; ya
sean entornos minerales, vegetales o animales, como quien tuviera que
justificar su presencia aquí, hace lo que los malos oficinistas cuando
son ascendidos: descalificar todo lo anterior a el.
Pero sobre todo, sucede que la desgracia llama a nuestra puerta y si no
le abrimos se acurruca en el umbral y espera a que lo hagamos. La gente
de Occidente estamos habituados en una actitud heredada de los primeros
antropólogos británicos del XIX, aquellos partidarios de la Observación
Participante a ver las plagas desde fuera. A compadecernos ante el
sufrimiento de los niños hindúes, o malienses o mayas o cualquier otro
mundo sucesivo. Pero de pronto, el huracán Katrina abre sus fauces ante
el Barrio Francés de Nueva Orleans y los muertos empiezan a
perecérsenos, mientras el jazz es obligado a sonar más fúnebre que
nunca. Una capital de la sociedad de la opulencia, el despilfarro y la
modernidad como ésa huele como Calcuta y los cadáveres blancos,
cristianos y anglosajones flotan como cualquier cadáver asiático o
africano. Los tiempos nos toman del mentón obligando a la sociedad
civil moderna a mirar a los ojos a la desgracia, a la que no estamos
habituados.
Y claro, la sociedad civil se pregunta cuál es la verdadera plaga que
anunciaba el libro sagrado, si la que sucede en nuestras ciudades, o la
que sucede en nuestros corazones.
Miércoles. Las aves estornudan y los píos se amedrentan.
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