Las abejas de la miel ('Apis mellifera'), tan temidas por sus
picaduras, son una fuente casi inagotable de alimento. Pero son, sobre
todo, imprescindibles para el medio ambiente: sin ellas, dijo Einstein,
el hombre no sería capaz de sobrevivir.
La humanidad se ha beneficiado siempre de casi todo lo que producen
estos himenópteros: miel, polen, propóleos, jalea real, cera e incluso
su veneno. Pero detrás de estos productos se esconde una importantísima
labor ambiental que no es otra que la de mantener los ecosistemas.
Semejante tarea es ejecutada cada día, desde hace 200 millones de años
(el 'Homo sapiens' lleva sólo 200.000 años existiendo), en un
fascinante mundo hexagonal que encierra férreas castas, viviendas
perfectas y decenas de miles de abejas sometidas a lo que el escritor
belga Maurice Maeterlinck dio en llamar "el espíritu de la colmena"
-retomado más tarde por el cineasta Víctor Erice para titular una de
sus películas-: la ley natural que las mantiene rigurosamente
organizadas en consonancia entre ellas, con las flores, con la
primavera y el universo.
A lo largo de su corta vida, las abejas obreras (mayoritarias frente a
los zánganos o machos y la reina) limpian, alimentan a las larvas y a
la reina con su jalea real, reparan y construyen con su cera, ventilan
y calientan con sus alas, vigilan la colmena con su punzante veneno,
recogen néctar, polen, agua. Un trabajo exhaustivo para producir un
tarro de miel -una abeja debe visitar más de mil flores para llenar su
buche de néctar, y a lo largo de toda su vida no generará más que una
cucharada de miel-, pero sobre todo para perpetuar su ineludible
simbiosis con un sinfín de plantas floradas.
Cada primavera, el mismo ritual comienza en los campos coloridos: las
flores ofrecen a las abejas su néctar y polen, el mejor y único
alimento para estos insectos, y las abejas, a cambio, transportan
involuntariamente el polen impregnado en su cuerpo peludo hacia otras
flores, permitiendo así la fecundación cruzada de las plantas. En los
albores del Triásico, la Naturaleza desvió el curso de la lenta
evolución de la vida, hasta entonces dominada por las plantas sin flor,
y condenó a polinizadores y polinizados a necesitarse mutuamente. Desde
entonces, las flores compiten por ser las más llamativas, olorosas y
sabrosas del reino vegetal con el único fin de atraer a sus íntimos
colaboradores.
No es de extrañar que científicos, ecologistas y apicultores consideren
que, si desapareciera la abeja, el impacto sobre el planeta sería
incalculable. Sin ellas, plantas y animales morirían y la vida del
hombre sería, cuando menos, mucho más complicada. "Ya no sólo porque se
alteraría la cadena alimentaria, sino por el deterioro ecológico que
indicaría su desaparición", señala Alfredo Sanz Villalba, director
técnico de la agrupación apícola aragonesa ARNA. Sensibles a cualquier
alteración del medio, las abejas son las primeras en avisarnos de la
contaminación, de la presencia de pesticidas, de la transformación del
paisaje o de la polución del agua.
"El paisaje mundial cambió con la aparición de los insectos sobre la
Tierra y con el desarrollo y dominio de las plantas angiospermas [con
flores con corola]", explica Ana Quero, profesora de zoología,
parasitología y bacteriología en la Universidad de Oviedo. La
disminución de polinizadores podría volver a cambiar el paisaje y
nuestra forma de vida actual desaparecería, sugiere, "porque no sólo
las plantas que alimentan al hombre, sino también la flora silvestre,
los matorrales y las zarzas que sustentan la vida de animales salvajes
dependen de la polinización. Esos matorrales están protegiendo el suelo
de la erosión, impidiendo que la lluvia se lleve la capa fértil, pero
además en ellos viven pequeños invertebrados que constituyen la base de
la cadena trófica. Muchas aves y grandes mamíferos se alimentan tanto
de los frutos silvestres como de estos invertebrados. Si se pierde la
cobertura vegetal, ¿de qué se alimentarán los vertebrados?", continúa
esta apasionada de las abejas.
Tanta conjetura obedece a que, de hecho, la abeja corre el riesgo de
desaparecer en el Primer Mundo, y ya lo ha hecho en los montes
españoles. "Los pastores lo saben muy bien. Hay un dicho que dice que
'la abeja y la oveja van pareja'. Ahora ya no hay ni abejas ni pasto",
dice Vicente Javier, apicultor de ARNA. Según él, cada vez hay menos
lugares «sanos» en los que las abejas puedan vivir. El motivo está en
los incendios, en la roturación de montes, en las epidemias y, sobre
todo, en el uso indiscriminado de pesticidas por parte de los
agricultores, quienes, paradójicamente, son los primeros en
beneficiarse de las abejas: el 80% de las plantas de cultivo se
poliniza gracias a ellas. Es más: un árbol frutal polinizado tendrá
frutos más grandes y más dulces, dice Ana Quero.
El temor a que desaparezcan estos insectos se convirtió en inquietud
científica cuando, hace unos años, se empezó a constatar en España una
pérdida progresiva de poblaciones por razones que aún no se han logrado
esclarecer. Francisco Puerta, coordinador del grupo de investigación
del Centro de Apicultura Ecológica de Córdoba y profesor de zoología en
la Universidad de dicha ciudad, cree que detrás del debilitamiento de
las colonias apícolas hay una falta de nutrición por el avance de la
agricultura, una infección o una intoxicación.
La apicultura se postula como una práctica esencial en un mundo como el
de hoy en el que apenas quedan colmenas silvestres. "No hay ninguna
actividad en el mundo que proteja mejor la naturaleza", sentencia Sanz
Villalba. "Porque el apicultor necesita que la abeja se mueva en un
entorno sano".
Pero también esta práctica tradicional está en regresión. Las
importaciones dejan a los productores en una asfixiante encrucijada: o
bajan los precios y pierden dinero, o no pueden competir con la
baratísima miel procedente de otros países. «Ya no es una cuestión de
tener abejas como explotación comercial, sino por su rentabilidad
ecológica. Hoy por hoy, la apicultura se mantiene gracias a las
personas mayores», advierte Vicente Javier.
Son muchos los apicultores y expertos que reivindican subvenciones para
evitar la extinción de tan importante tradición en España, no obstante
infravalorada; una decadencia que ha ido en paralelo a la que ha
padecido el medio rural en las últimas décadas. A falta de apicultores,
una opción que se empieza a contemplar es fomentar esta práctica entre
los ciudadanos como afición económica, ecológica, divertida y con un
gran valor cultural. Vicente Javier ha dado un primer paso: a través de
un programa de apadrinamiento ('www.abejasmundi.com'), invita a ayudar
a las abejas a seguir perpetuando, en beneficio de todos, un ciclo
clave en la naturaleza.
Abejas para salvar a los osos
"Se nos mueren los linces y los osos y ponemos el grito en el cielo,
pero su desaparición no afecta casi a la cadena alimentaria. No es el
caso de la abeja, que es polinizadora desde hace millones de años".
Roberto Hartasánchez, director del Fondo para la Protección de los
Animales Salvajes (FAPAS), no duda en resaltar el valor ecológico de
las abejas a pesar de que la organización que dirige se centra
fundamentalmente en la conservación del oso. "La desaparición de la
Apis mellifera de la naturaleza está teniendo un impacto en la
Cordillera Cantábrica", dice, en referencia a uno de los principales
hábitats del oso pardo (Ursus arctos) en España, actualmente en grave
peligro de extinción.
Según Hartasánchez, la pérdida de polinización en las zonas montañosas
ha provocado una enorme caída en la productividad de frutos como los
arándanos, muy importantes para el oso, el urogallo y otros animales,
así como para los insectos asociados a estas plantas.
La crisis del oso ha llevado al FAPAS a intentar revalorizar el papel
ecológico de la abeja trasladando algunas colmenas domésticas al monte
y plantando árboles frutales con el fin de potenciar el ciclo natural
que se está perdiendo.
"No se trata de soltar abejas en la naturaleza, porque está el problema
de la varroasis (una enfermedad de origen asiático que ha diezmado las
colonias de cultivo en toda Europa y que sólo puede ser tratada por el
hombre) y no sobrevivirían en estado salvaje. Además, se propagaría la
enfermedad. Lo que se trata es de favorecer la polinización en los
enclaves oseros», añade.
En busca de alimento, el oso se acerca a las colmenas de los
apicultores causándoles destrozos. Una de las medidas tomadas por esta
asociación ha sido colocar placas protectoras a los panales e invitar a
los productores a continuar con su actividad. Se espera que, una vez en
el monte, las colmenas puedan alimentar directamente a los plantígrados.
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Una lástima Escrito por Invitado el 2012-01-21 07:22:34 es una lástima que desaparezcan las abejas, sería fatal. Es obvio que la creacion del Dios todopoderoso ha sido mal cuidada por algunos desinteresados que no saben que todos somos uno en todos. |