La
modernidad, dicen los teóricos, impone nuevos conflictos. O conflictos
viejos por temas nuevos. La ecología aparece como un tema novedoso,
aunque esconde –o subraya, según se vea– la esencia de los conflictos
habituales de la humanidad
El catalán Joan Martinez Allier, sin reduccionismos, sostuvo
académicamente que todo problema ambiental en verdad es el emergente de
un problema económico (la aplicación de tecnología no contaminante o,
mejor dicho, la resistencia de la industria a aplicarla es la
confirmación de esa hipótesis). Parafraseándolo, quizás, a partir de
Gualeguaychú comprobemos que toda batalla cuyo eje temático sea el
medio ambiente es en el fondo una batalla económica.
Tomás Maldonado decía en su libro Ambiente Humano e Ideología que
seguramente la ecología era una moda. Pero que como toda moda, su
costado útil es que, una vez que es reemplazada por otra moda, algo
deja al menos en el inconsciente colectivo. Aun siendo éstos los
retazos de la moda, bien vale la pena analizar un conflicto por motivos
un tanto más humanos, un tanto menos inmediatistas o grotescos que
aquellos a los que estamos habituados.
El escándalo de las papeleras que Uruguay aceptó construir en Fray
Bentos, a orillas del río homónimo del cariñosamente llamado "paisito",
y la consecuente batalla desatada entre vecinos desconfiados,
ambientalistas en su salsa, políticos recién llegados a la ecología,
diplomáticos molestos con el exceso de desprolijidad que propone la
lucha popular y empresarios que actúan como si nunca hubieran siquiera
lanzado un papel fuera del cesto representa una puesta en escena
inédita por estos barrios: el arribo de los conflictos nacidos y
sostenidos en la defensa del medio ambiente.
Los activistas globalifóbicos y muchos militantes ecologistas del
Primer Mundo pueden presentar credenciales de peleas similares. Sin
embargo, casi nadie puede arrogarse haber ubicado una consigna
ambiental en el centro de una lucha popular. Y efectivamente, aunque
suene demodé y setentista, la épica de 40.000 personas –sobre 70.000
habitantes totales– cortando un puente internacional allá por abril y
decenas de cortes posteriores sin más organización que la espontánea de
una ciudad pequeña no pueden sino definirse como lucha popular.
Pero antes de llegar a la descripción de cada uno de los protagonistas
y las tácticas o estrategias que los convocan, enfrentan o equiparan,
conviene describir la verdadera esencia, el telón sobre el que se
desenvuelve la crisis.
Desiertos verdes
Hace aproximadamente 25 años, la industria internacional consumidora de
papel descubrió que su stock de árboles decrecía, que la demanda se
acentuaba y que las crecientes regulaciones ambientales en el Primer
Mundo iban en detrimento de dicha actividad. En consecuencia, el
abastecimiento de pasta de celulosa –materia prima inevitable para
hacer papel– empezaba a entrar en riesgo futuro.
Como estamos en el capitalismo, no hay que olvidarlo, los carteles de
la pasta de celulosa –comandados por los nórdicos, por aquello de que
en los albores de la industria era de los pinos escandinavos de donde
se sacaba mejor celulosa– comenzaron a planificar el siglo XXI. Y
descubrieron que vastos territorios quizás alguna vez boscosos y
postreramente ganaderos podían cobijar nuevos bosques, pero esta vez
plantados pensando en su futuro papel (o en el papel futuro). Así
nacieron lo que muchos prestigiosos ecólogos y biólogos denominaron
"desiertos verdes": miles de hectáreas de bellos bosques conformados
por una sola especie.
"¿Por qué cree que Uruguay no es un país forestal?", le preguntaron al
actual ministro de Ganadería, Pesca y Agricultura de ese país, el
pintoresco José "Pepe" Mugica, quien, dicho sea de paso, se manifestó a
favor de la inversión que significarán las papeleras, siempre que no
hipotequen ambientalmente al río Uruguay. "Porque nunca vi que la
naturaleza haga el mamarracho de hacer un bosque con una sola especie",
explicó como el mejor de los expertos en ecología vegetal.
Los productores mundiales de pasta de celulosa concretaron lo que,
también en lenguaje setentista, se conocía como "división internacional
del trabajo" y hoy se describe como un subproducto nocivo pero
inescindible de la globalización. Determinaron que la pasta de celulosa
que seguirán consumiendo los países centrales (ya sea para consumo
directo o para fabricar papel que luego importaremos los países no
centrales) se obtendrá en estas naciones periféricas de tierras
fértiles, mano de obra barata, escenarios contaminables y leyes
ambientales persistentemente laxas.
De ese modo idearon el proceso, sabiendo de antemano que al final del
desarrollo del bosque de una sola especie (en general, eucalipto) debía
haber una "pastera" (planta de obtención de pasta base de celulosa)
esperando.
De aquellas forestaciones masivas a estas papeleras
Por eso los empresarios representativos de la empresa finlandesa Botnia
–una de las dos en conflicto frente a Gualeguaychú– dicen y escriben
que están completando la cadena de un polo de desarrollo forestal. Por
eso, dicen que habrá "pasteras" en toda la cuenca del río Uruguay, para
poder procesar al pie de las forestaciones los miles de árboles allí ya
crecidos. Y por eso, groseramente, dicen que en caso de persistir en su
oposición a las papeleras, el gobierno de Entre Ríos –territorio con
mayor cantidad de bosques implantados que la República Oriental del
Uruguay– deberá importar toneladas de vaselina para ubicar en algún
lado tantos eucaliptos.
Tan brutal es el proceso de otorgamiento de roles por parte del capital
internacional, que ya se sabe que del total de la producción anual de
pasta base de celulosa de las dos papeleras de Fray Bentos, el 90 por
ciento ya está previamente colocado en mercados de los Estados Unidos y
Europa.
Aquí queda la contaminación y algunas divisas.
Los actores
"Si hoy uno sigue una llamada directa a actuar, esa acción no se
realizará en un espacio vacío, sino dentro de las coordenadas
ideológicas hegemónicas: aquellos que ‘realmente quieren hacer algo
para ayudar a la gente’ se involucran en hazañas (indudablemente
honorables) como los Médicos sin Frontera, Greenpeace, campañas
feministas y antirracistas que, no sólo son toleradas, sino incluso
apoyadas por los medios de comunicación, aun cuando se entrometan
aparentemente en el territorio económico (digamos, denunciando y
boicoteando compañías que no respetan las condiciones ecológicas o que
utilizan mano de obra infantil). Son toleradas y apoyadas con tal de
que no se acerquen demasiado a un cierto límite. Este tipo de actividad
proporciona el ejemplo perfecto de interpasividad: de hacer cosas no
para lograr algo, sino para evitar que algo pase realmente, que algo
realmente cambie."
El párrafo anterior no fue escrito ahora ni tampoco por ningún
participante de la trifulca de las papeleras. Lo escribió el filósofo
esloveno Slavoj Zizek en un libro de título de la Guerra Fría (A
propósito de Lenin) pero subtítulo contemporáneo (Política y
subjetividad en el capitalismo tardío). Convendrá releerlo dentro de un
tiempo cuando el resultado de la batalla por las papeleras sea el que
ya vislumbran los actores con sentido común: un presidente uruguayo
cortando la cinta del supuesto progreso para sus conciudadanos.
1. Uruguay
El paisito está atado no a la decisión de éste o el anterior gobierno
sino a lo que muchos economistas amantes del mercado sacralizan como
"políticas de Estado". La política de Estado de Uruguay en este tema,
insistimos, fue decidida hace un cuarto de siglo cuando se inició la
forestación masiva, sin considerar ni el impacto ecológico negativo del
monocultivo forestal ni el posterior de las pasteras que
irremediablemente deben instalar al final del proceso.
Es por eso que en el horizonte inmediato aparece el condicionamiento
establecido por las empresas papeleras que, conocedoras e impulsoras de
ese proceso, impusieron cláusulas monumentalmente leoninas al Estado
uruguayo en caso de incumplir los contratos. Y, una vez sorteado el
actual escollo del conflicto con Argentina –más bien, con la gente de
Gualeguaychú–, hay una ristra de proyectos de pasteras a ser instalados
en ese sitio.
2. Gualeguaychu
Conocedora de los antecedentes poco felices de la industria celulósica
en materia de contaminación en el mundo, los ciudadanos de Gualeguaychú
son claros ejecutores de la política de NIMBY ("Not In My Back Yard",
algo así como "no en mi jardín"). Tanto es así, que cuando surgió de la
Cancillería argentina la propuesta negociadora de trasladar las
papeleras cien kilómetros al sur de Gualeguaychú, muchos respiraron
aliviados por aquello de que "no lo voy a sufrir yo". Sólo Greenpeace
puso un poco la pelota contra el piso en este último tramo de esta
historia, al señalar que ésa era una manera de administrar el conflicto
sin resolver la cuestión de fondo.
Pero aun cuando el NIMBY parezca una mirada egoísta sobre el conflicto,
no es menos cierto que nadie le consultó a la población de Gualeguaychú
si quería pagar con impacto ambiental el presunto beneficio económico y
laboral de terceros (los uruguayos).
3. Argentina
Es la de peor situación en el conflicto. El país tiene escasa autoridad
moral para reclamar a Uruguay que detenga una industria presuntamente
contaminante. La Argentina queda, a los ojos de cualquiera que observe
con desapasionamiento el asunto, presa del doble estándar. Por un lado,
aparece amenazando con ir a los foros internacionales a defender su
derecho al ambiente sano y, por otro, el país tiene fronteras adentro
un desbarajuste ambiental imposible de disimular.
Citemos un ejemplo pertinente. Argentina fundamenta su protesta
diplomática por el tema de las papeleras en el recurso compartido –el
río Uruguay– que aparece amenazado por este proyecto. Hace apenas dos
meses, se dio a conocer un estudio realizado por Freplata –organismo
ambiental binacional rioplatense– donde quedaba en evidencia la
contaminación record del Río de la Plata. El informe contenía tres
conclusiones categóricas respecto de ese "recurso compartido" entre
Buenos Aires y Montevideo: a) que Uruguay había revertido la
contaminación de origen cloacal que se había expresado en sus costas
hace una década; b) que la costa de Buenos Aires había alcanzado en ese
mismo tiempo y hasta la actualidad niveles de contaminación similares
al Riachuelo y el Río de la Plata; c) que la casi totalidad de la
contaminación del Río de la Plata como cuerpo de agua se explica por la
actividad incontrolada de las industrias radicadas del lado argentino y
por la ausencia de tratamiento de los residuos cloacales de las
ciudades emplazadas desde Santa Fe hasta Magdalena.
¿Contaminan las papeleras?
Un antiguo y nunca desmentido ranking elaborado por Naciones Unidas
ubica la obtención de pasta de celulosa entre las cinco actividades
industriales más contaminantes. Es decir, aquellas que liberan
subproductos de alta persistencia en el ambiente (los organoclorados,
principalmente) y potencialmente cancerígenos.
Tanto Ence (de origen español) como Botnia (de origen finlandés) tienen
–de forma directa o por la tecnología que utilizan– precarios
antecedentes en esta materia. Ence, en especial, administra desde hace
50 años una planta de obtención de pasta de celulosa en Pontevedra, en
las rías gallegas. Cuenta la leyenda que Ence, originalmente del Estado
franquista, fue instalada a bayoneta limpia de la mano de aquel
latiguillo del generalísimo que proponía que lo estatal y fabril eran
sinónimos de progreso, dejaren el tendal (social, ambiental) que
dejaren. Marchas, protestas y hasta una condena firme por daño
ambiental consuetudinario no consiguieron que Ence abandonara las rías
baixas y, con ella, el olor a huevo podrido (ácido sulfhídrico)
característico del proceso de separación de la lignina de la madera. El
alcalde de Pontevedra ha recomendado a su par de Gualeguaychú que haga
lo imposible por impedir la planta de Ence en Fray Bentos. Y se presume
que sabe de qué habla.
A Botnia –o a su tecnología– le atribuyen tanto la supuesta limpieza de
la producción de celulosa en los alrededores de Helsinki como dos
episodios tan confusos como lesivos para el ambiente. Uno, el de una
planta instalada en Valdivia, Chile, donde organismos oficiales de los
Estados Unidos reclamaron el cese de su funcionamiento por haber
destruido el santuario natural de río Cruces, donde de 6000 cisnes
apenas quedaron 300 agobiados por la contaminación liberada aguas
arriba. La otra es la planta de Espíritu Santo, en Brasil, donde
comparten la crítica por la contaminación fabril con las acusaciones de
haber favorecido la pérdida de bosques nativos a favor de
megaplantaciones de pinos y eucaliptos con horizonte de papel.
Los expertos dicen que no sólo la liberación de ingentes cantidades de
sustancias nocivas es motivo de contaminación. Una playa como la que
utilizan los turistas que van a Gualeguaychú, frente a la cual se erija
una chimenea ajena a cualquier paisaje natural, bien puede considerarse
que ha sido contaminada.
También vendrán quienes pregunten por qué tanta alharaca si nuestra
convivencia con esta amenaza ambiental es anterior al conflicto de Fray
Bentos: sólo en Brasil la industria de la celulosa contiene a 220
plantas fabriles y en la Argentina hay una docena de industrias, todas
ellas a la vera del Paraná y algunas de ellas con denuncias y clausuras
por contaminación.
Otros sostendrán que se trata de un nuevo episodio de la saga que
confronta a medio ambiente con progreso y que sólo se trata de
controlar que no se contamine por encima de los valores permitidos (de
contaminación). Pero será más difícil explicar, sin recurrir a los
clásicos y a cierto setentismo, por qué la Unión Europea resolvió
erradicar de su territorio para la próxima década tecnología de
producción de pasta de celulosa que persiste y se inaugura día a día
por estos arrabales.
Habrá que preguntarse, en el mar de la globalización, cuánta ecología le toca a la parte más desigual del mundo.
22 de enero de 2006
Sergio Federovisky
Fuente: 
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