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Ronald Emerich pertenece, junto al francés Luc Besson o el español
Alejandro Amenabar, a ese grupo de cineastas europeos cuyos referentes
cinematográficos no están en su propia tradición cultural, sino en el
cine del Hollywood más comercial, el de directores como Spielberg,
Lucas y, como no, Hitchcock.
Ya en sus primeras películas alemanas, Emerich dejaba muy claro cuales
eran sus preferencias en este sentido. El secreto de Joey es tan
parecida al cine de su admirado Spielberg que podría pasar
perfectamente por una de sus habituales producciones de los 80, caso de
Los Goonies, Gremlins, El secreto de la pirámide, etc.
Como era de esperar su salto a Hollywood no se hizo esperar. Después de
la infumable Soldado Universal y la discreta Stargate, el cine de
Emerich tomó un curioso camino hacia la especialización en cine de
catástrofes, con películas como la taquillera Independence Day, el
relativo fracaso de Godzilla y esta, su nueva obra, El día de mañana. Y
a juzgar por los resultados de ésta última parece que le ha tomado el
pulso al (sub)género. Y es que, contra lo que cabría esperar repasando
su filmografía, El día de mañana está sorprendentemente bien.
La película cuenta como el calentamiento global da lugar a un brusco
cambio climático provocando una supertormenta que pone el planeta al
filo de una nueva era glacial. Cuando comienza una masiva evacuación
hacia el sur, el climatólogo Jack Hall (Dennis Quaid) se encamina en
dirección norte, hacia la sepultada ciudad de Nueva York, con el fin de
salvar a su hijo Sam (Jake Gyllenhaal) que está allí atrapado.
Distopía de corte ecológico, El día de mañana es una implacable fábula
de ciencia ficción, de gran impacto estético y psicológico, que se
beneficia de unos apabullantes y muy conseguidos efectos visuales, un
admirable sentido del suspense, y un intenso drama humano que, a
diferencia de lo habitual en este tipo de (super)producciones, no se
disuelve entre tanta agua digitalizada. Una representación
hiperrealista de los miedos que atenazan el inconsciente colectivo del
hombre occidental, cada vez más familiarizado con imágenes de caos y
destrucción a gran escala. Desde hoy, todo un clásico del cine de
catástrofes.
Carlos Joric (Madrid. España)
De un tiempo a esta parte el cine de catástrofes ha vuelto a las
pantallas, y no hay verano que no tengamos una nueva ración de
destrucciones a costa de la Humanidad. Esta vez los causantes somos
nosotros mismos al haber abusado del planeta en que vivimos
explotándolo hasta reventarlo. Resulta que el temido efecto
invernadero, según las teorías en que se basa el filme, producirá un
aumento de la temperatura terrestre, consecuencia de la cual no nos
achicharraremos sino todo lo contrario. Al subir la temperatura de las
corrientes oceánicas el deshielo provocará la subida de las aguas
varios metros y, peor aún, olas gigantescas que arrasarán las ciudades
costeras. Y el clima, una vez roto el equilibrio marítimo del que
depende en gran medida, se alterará al formarse grandes masas de aire
descendente desde las altas capas de la atmósfera que traerán el
descenso de las temperaturas hasta alcanzar el punto de congelación:
una nueva era glacial como las que sufrió el planeta hace millones de
años.
Aunque los hechos relatados en El día de mañana están exagerados en
beneficio de la exposición dramática, y ese proceso que desencadene el
¿fin? de la humanidad no se producirá en semanas como en la película,
sino en años, sí es cierto que, según la gran mayoría de expertos
mundiales en climatología, si no ponemos coto a esta locura consumista
y destructiva que está acabando con el mundo en que vivimos, es posible
que el hombre no consiga sobrevivir más allá de unas cuantas
generaciones. No es alarmismo, los hechos están al alcance de
cualquiera.
Cada época ha tenido sus estímulos y el cine de catástrofes no escapa a
esta premisa. Si en los años treinta fueron los desastres naturales
(San Francisco, Vinieron las lluvias), en los cuarenta y cincuenta los
armagedones a escala planetaria por el temor durante la era atómica y a
la invasión comunista (con alegorías como La guerra de los mundos o
Cuando los mundos chocan), hasta los contestatarios y neopaganistas
setenta no se recobró el gusto por lo que podríamos definir como
catástrofe de medio pelo, es decir, la que afecta tan solo a un
reducido grupo de personas, posiblemente la década que ha dejado mayor
número de ejemplos en sus múltiples variantes: el desastre provocado
(El coloso en llamas, Hindenburg), el natural (Terremoto, Avalancha, La
aventura del Poseidón) y el natural con la variación animal (El
enjambre, ¡Tarántula!). La marea conservadora y comercialista de los
ochenta y noventa nos dejó huérfanos de calamidades hasta nuestra época
actual, en la que de nuevo el hombre parece volver a rebelarse ante las
injusticias de la globalización y a exigir una vuelta a un modo de vida
más respetuoso con el medio ambiente.
Se ha regresado por tanto al cine de catástrofes como un revulsivo
psicológico de la sociedad que acude a los cines para someterse a una
catarsis dentro de la ficción que, de otra manera, en la vida real, le
sería insoportable (como el reciente 11-M ha demostrado). A medida que
hemos conocido más de nosotros mismos y de lo que nos rodea, el cine ha
aprovechado desde las amenazas espaciales (Deep Impact, Armageddon,
Independence Day) hasta los desastres provocados por la ambición del
hombre (Godzilla, El núcleo, El día de mañana), pasando por toda clase
de fenómenos meteorológicos (Twister) o telúricos (Volcano, Un pueblo
llamado Dante’s Peak), para ponernos en nuestro sitio y, algunos
realizadores más que otros, intentar remover conciencias a la vez que
entretenernos.
Roland Emmerich parece estar entre los últimos. Él es consciente del
peligro que corremos de seguir este ritmo y, como autor del guión
además de la realización, ha querido dejar claro su propósito. La
primera hora del filme es sobrecogedora, gracias a las nuevas técnicas
infográficas los efectos especiales cada vez lo son menos y uno llega a
sentir en sus propias carnes lo que ve en la pantalla. La violencia de
las tormentas de granizo, de los tornados destruyendo Los Angeles o del
mar invadiendo Nueva York no pueden dejar indiferente a nadie: si esto
es lo que nos estamos reservando a nosotros mismo, piensa uno, mejor no
estar allí para verlo. El problema es que a partir de ahí el filme
languidece a falta de una buena tensión dramática y hace justamente lo
contrario de lo que un filme de catástrofes debería hacer: aburre.
Desde los primero ejemplos como San Francisco o Vinieron las lluvias,
la calidad de los personajes y el interés que debe mostrar el público
por ellos ha de ser como mínimo proporcional a la amenaza a la que
tienen que enfrentarse. Si la catarsis implica una empatía con los
protagonistas y sufrir con ellos, éstos han de resultar creíbles y ser
aceptados por el público. No sucede así en El día de mañana, ya que
Emmerich no ha dotado de la suficiente fuerza a sus criaturas, y tan
solo el joven encarnado por Jake Gyllenhaal sale del paso más gracias a
sus dotes de interpretación que a las virtudes del guión. Y por
supuesto Ian Holm, engrandeciendo lo pequeño como es habitual en él.
Hay unos pocos apuntes críticos hacia los Estados Unidos (el país que
más contamina del mundo y el que menos hace por remediarlo), pero están
tan velados que apenas se perciben, no así la boutade sobre que Estados
Unidos deba condonar la deuda de Latinoamérica a cambio de ofrecer
refugio a sus millones de ciudadanos que huyen del desastre intentando
cruzar ilegalmente la frontera con México (me viene a la memoria la
solución mucho más divertida e hiriente que de este mismo asunto
ofrecía Tim Burton en Mars Attacks!, la del conjunto de mariachis
tocando el himno americano).
En cualquier caso, El día de mañana, tomado como referente de lo que
nos puede esperar si seguimos en nuestro empeño egoísta y destructivo
(y luego dicen del terrorismo), es un filme que debe verse. Y si
consigue remover alguna conciencia, habrá merecido los millones
gastados.
César Ibáñez (Madrid. España)
Anécdotas:
* En cierto modo, Emmerich se basó en el ensayo The Coming Global
Superstorm, de Art Bell y Whitley Strieber. * * El propio Emmerich pagó
de su bolsillo 200.000 dólares para que la película fuera más
ecológica, a cambio de todo el dióxido de carbono emitido en la
producción misma del filme se dedicó esa suma para plantar nuevos
árboles e invertir en energías renovables. * Es evidente que la Estatua
de la Libertad nunca aguantaría el empuje de una ola como la que
sumerge Nueva York en la película, pero Emmerich quiso que permaneciera
en pie como símbolo de “los valores americanos ante las fuerzas
adversas”. ¿Fina ironía del director o tontería supina?
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