A pocas cosas le
tengo tanto miedo como a la dueña
de mi edificio. Como fui la última
inquilina en llegar, cada vez que alguien
se equivoca tirando algo que debe ser
reciclado en las bolsas de basura, me
echa la culpa (Sí, no sólo
ella las revisa, sino que la ciudad
de Nueva York las revisa también,
y nos pone multas espantosas al mínimo
error).
Unos meses atrás, sin embargo,
la situación se simplificó.
Aduciendo que era lujo ambientalista
imposible de mantener para una ciudad
en crisis fiscal, el programa de recolección
separada de plástico y vidrio
fue restringido.
Pero ahora, lo quieren de vuelta.
Y, paradójicamente, quienes
están a la cabeza no son unos
idealistas verdes pensando en salvar
el planeta de la contaminación
de los basurales sino los mismos políticos
supuestamente pragmáticos responsables
de su desaparición.
Cuando el alcalde Michael Bloomberg
suspendió la medida, argumentó
que incinerar o usar esa basura para
relleno ahorraría a la ciudad
unos cuarenta millones de dólares
por año. Sin embargo, hasta
ahora no se encontró evidencia
de que sea así y, por el contrario,
varias compañías encontraron
un nicho ofreciendo reconstruir el
programa de reciclaje en los mejores
términos fiscales jamás
ofrecidos.
Al mismo tiempo, los dueños
de los terrenos que se rellenaban,
al verse desbordados de basura, aumentaron
el precio que le cobran a la ciudad.
Una combinación explosiva:
ya se apuesta a que vuelve el reciclado.
Y nuevamente me recorrerá un
sudor frío cada vez que pase
por la puerta de la temida señora
Moffitt.
11 de mayo de 2003
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