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El último dragón El dragón de Komodo

El último dragón

Viven en Indonesia desde la Prehistoria y se lo conoce como Dragón de Komodo. Puede medir hasta 4 metros y pesa 150 kg. es el lagarto más grande del mundo. Para los científicos, además es una gran curiosidad. Investigan su saliva para saber por qué son tan resistentes a las bacterias.

La enorme mandíbula, jadeante, se mueve con violencia y desgarra los trozos de carne de la víctima con ferocidad. Y no los mastica: se los traga. Las garras, hundidas en el suelo gredoso, ayudan a coordinar los tironeos. Los dientes filosos se tiñen de sangre. Se oyen coletazos y bufidos. El aire huele a muerte. El ensañamiento es brutal.

Después de presenciar la escena no resulta extraño entender por qué le pusieron Dragón al dueño de semejante mandíbula asesina. Aunque en realidad sea un lagarto. Y aunque los dragones jamás hayan existido. ¿O sí?

En el siglo XVII había eruditos que los consideraban tan reales como el lobo o el oso. Muchos de ellos se ocuparon de anotar descripciones pormenorizadas sobre sus características y los clasificaron en el grupo de las serpientes. La palabra griega drakon, de la que deriva su nombre, quiere decir -justamente- «serpiente». Para los teólogos cristianos de esa época, el dragón era además un personaje nefasto porque bajo esa forma fue arrojado el mal desde el Cielo.

Y todos conocen el relato de la hazaña de San Jorge, patrono de Inglaterra: se dice que mató a un dragón feroz en la colina de Berkshire. Sin embargo, las primeras «apariciones» de este animal se registran en relatos chinos de hace 46 siglos. En ellos, los protagonistas eran los Lung (dragón, en chino): Wang, Shen, Li, Chiao, Ying, Chin, Tsao y Tu, cada uno con atribuciones y domicilio en diferentes sectores del Universo. Wang era el rey y Li, el único que tenía alas. Cuando las cosas se ponían difíciles, escupían llamas que hacían huir al más valiente. Esa era la única forma que conocían para mantener su bien ganada fama de «monstruos temibles».

Sus correrías son el centro de cuentos y leyendas que llegaron hasta nuestros días envueltos en magia, misterio y fascinación. Pese a la nutrida literatura que se ocupa de ellos, los zoólogos no tienen pruebas de su existencia. Y tal como ocurre con el unicornio, las gárgolas, el monstruo del lago Ness, Piegrande y el Nahuelito, en la provincia argentina de Río Negro, forman parte de es galería de figuras míticas que «sobreviven» pese a todo.

Ajeno a las llamaradas de los Lung, el Varanus Komodoensis -un lagarto que puede llegar a los 4 metros de largo, 150 kg. de peso y que vive en las islas de Komodo, Flores y Rintja, en Indonesia-, lleva por nombre Dragón de Komodo. Ferocidad no le falta. Y además es el más grande dentro de su familia y uno de los más antiguos. Tan antiguo que convivió en el período Cretácico con los mismísimos dinosaurios. En esa época ya era como se lo ve ahora: temible.

Descubrimiento

Fue descubierto en 1915 -relativamente tarde en comparación con otros hallazgos del mundo animal- y enseguida lo vieron como la encarnación de aquellos irascibles Lung. Por eso, tal vez, lo llamaron dragón. Para los zoólogos, en cambio, es apenas un animal en peligro de extinción, que pertenece a una de las 18 familias en que se dividen los lagartos, reptiles terrestres del orden de los saurios. Pero lo respetan. Lo encontraron en la época de la Primera Guerra Mundial; los aviones caían como moscas y uno de ellos se estrelló cerca de las costas de Indonesia.

Su piloto pudo llegar nadando hasta la playa y cuando creyó que ya estaba a salvo se encontró con «reptiles gigantes, monstruos horribles de la Prehistoria (según su relato)» que retozaban sobre el pedregullo de la isla de Komodo, cerca de la costa septentrional de Australia. Al ser rescatado y contar con horror su experiencia, nadie le creyó; lo tomaron por loco.

Así, el Varanus conservó y disfrutó las bondades del anonimato por unos años más. Recién en 1926 el norteamericano Douglas Burden organizó una expedición para desenmascarar los secretos de la pequeña y misteriosa isla. Con verdadera avidez científica encaró las costas recortadas y transitó el suelo pedregoso hasta encontrarlo.

Y allí estaba, como una postal de la Prehistoria: en medio de un terreno desolado, con páramos tapizados por ondulaciones sombrías, con su piel verdosa y agrietada, como resquebrajada por los rayos del sol que a diario batían sus casi 4 metros de largo.

Lo primero que les sorprendió a sus «descubridores» fue verlo comer. Pocos pudieron resistir la escena, uno de los espectáculos más impresionantes de la naturaleza. El ensañamiento con su presa resulta perturbador. La enorme mandíbula, en verdad, siempre parece jadeante y dilatada. Y su lengua bífida, amarilla, completa el panorama de terror.

Para los científicos, esa mandíbula y esa lengua bífida guardan secretos que intentan desentrañar desde hace años. El doctor Don Gillespie, veterinario del zoológico de El Paso, Texas, Estados Unidos, es uno de los máximos expertos en este tema. Desde hace varios años realiza estudios bacteriológicos en los dragones de Komodo y los resultados que obtuvo son sorprendentes. Analizando su saliva encontró alrededor de 60 bacterias, 54 de ellas patógenas (es decir, que provocan infecciones).

Lo raro fue también que ninguna de ellas pertenece a una especie nueva; son todas viejas conocidas: por lo general siempre participan en la putrefacción de cualquier animal muerto. Las principales son Pasteurella multocida (una de las más patógenas), streptococcus, stafilococcus, pseudomonas y klebsiella. Al parecer, juntas son dinamita. Y son el arma mortal que utiliza este dragón prehistórico.

El doctor Putra Sastrawan, experto que trabaja en Indonesia, casa de los dragones de Komodo, no está estudiando específicamente la saliva pero aporta datos sobre las costumbres del animal. Se sabe, entonces, que cuando los dragones comen la carne de animales en descomposición levantan muchas de esas bacterias nocivas -que consiguen sobrevivir en su boca- y las pasan luego al animal que muerden (la presa siguiente). la carga bacteriana es tan grande que la víctima muere a los dos días por septicemia. A su vez, las infecciones cubren grandes superficies porque los dragones tienen mandíbulas anchas y dientes muy filosos, con bordes serrados. Esas características provocan una destrucción masiva de tejidos en cada mordida y facilitan la infección.

Lo llamativo de esta maquinaria es que al propio dragón no le pasa nada: es altamente resistente a las bacterias de la descomposición. Las investigaciones que se realizan sobre ese tema revelan que poseen dos sustancias antibacterianas muy poderosas en su sangre y que por ese motivo pueden transmitir las bacterias asesinas sin correr riesgos. Las pruebas con su sangre y su saliva continúan. Hasta se especula con seguir analizando su saliva para utilizarla con fines medicinales. Algunos científicos todavía sostienen que allí está el secreto para encontrar la inmunidad ante infecciones muy graves.

En la isla de Komodo, en el archipiélago indonesio, cerca de la costa septentrional de Australia, en medio de costas recortadas, páramos con cimas sombrías y serpientes que se arrastran por suelos gredosos, el dragón de Komodo sigue solo y espera. Con sus hábitos prehistóricos, con su presencia temible. Con el secreto, tal vez, para vencer a las infecciones.