El sueño comenzó el 19 de julio de 1950 cuando un joven entusiasta de apellido Cousteau adquirió, en complicidad con un grupo de amigos, un viejo dragaminas abandonado que ostentaba el mítico nombre de Calypso.
Los años que siguieron fueron tan duros como provechosos; el Calypso crecía, cambiaba y se readaptaba proporcionalmente al entusiasmo de su tripulación. Veinte años después de su compra el viejo dragaminas se había convertido en el barco oceanográfico más importante del mundo y estaba dotado, entre otras cosas, de dos platillos buceadores de gran profundidad, un globo aerostático y la mayor tecnología conocida hasta el momento para el estudio de los océanos.
El mar jamás tuvo un defensor tan aguerrido. Su figura imponente se presentaba sorpresivamente en los puertos donde se desarrollaban las cumbres mundiales del medio ambiente recibidos por la algarabía de la población, escoltado por cientos de embarcaciones menores, saludado por las salvas de la marina local. Su sola presencia hacía bajar la cabeza a los que cazaban ballenas y a los que contaminaban el mar. El Calypso estaba presente y en su cubierta, tras el ojo de una cámara, se alineaba la población mundial.
Desde el Ártico hasta el Antártico, desde el Mediterráneo al Índico, el Calypso recorrió todos los mares para desnudarlos ante las pantallas de los televisores de todo el mundo. El Calypso fue quien nos mostró el mar, quien nos enseñó a quererlo, a cuidarlo, a protegerlo. Fue el Calypso quien marcó la ruta, quien le enseñó a la gente, al pueblo, al hombre común, lo que vivía bajo la superficie de las olas. Nos enseñó, además, a soñar con la aventura. El Calypso fue la casa de todos ¿quién no se soñó alguna vez oteando el horizonte desde su proa? ¿qué niño no jugó a bucear teniendo de compañero al inefable Falco? El Calypso fue la cuna de casi todos los que hoy respiramos bajo el agua y fue el inspirador de muchos de los biólogos marinos de todo el mundo.
En su cubierta se batieron los más importantes récord de inmersión, se probaron equipos que hoy se utilizan en todo el mundo, se grabaron más de 70 documentales para la televisión, se escribieron cientos de tratados científicos. Pero, lo más importante, se enseñó, se educó y se informó acerca del mar, más de lo que ningún otro medio logró hacerlo jamás. Tal vez por eso el mundo contuvo su aliento cuando en 1996, tras un choque con otro barco, el Calypso se hunde en el Puerto de Singapur. Cruel juego del destino, el Calypso hundido en las aguas más contaminadas del planeta.
Dos semanas después es reflotado y, herido es llevado al puerto de Marsella en Francia. En 1998 tras la muerte de Cousteau es trasladado al puerto de La Rochelle donde aún permanece, abandonado, sucio, pudriéndose al sol. Olvidado por un mundo más adicto a los espejos que a los binoculares, el Calypso muere un poco cada día sin que nadie lo recuerde. No es patrimonio de la humanidad, ni pieza central de un museo. Ni siquiera tiene el honor de ser un naufragio en el mar de coral. Es sólo un despojo abandonado en un puerto, un cadáver secándose al sol, invadido por las ratas y la suciedad.
El Calypso siempre fue un símbolo y tal vez lo siga siendo, tal vez sea un símbolo de aquello en que nos hemos convertido. Hace pocos días la Comisión Ballenera Internacional se reunió en un puerto del Caribe. Los japoneses, por medios corruptos, han obtenido la mayoría de los votos, el mundo está al borde de reabrir la caza de ballenas.
Ningún barco apareció sorpresivamente en el puerto, escoltado por la gente que ama el mar. El Calypso no llegó, el Calypso ya no navega. Las ballenas están a merced de los asesinos, el mar ya no tiene quién lo defienda.
«No se puede defender lo que no se ama y no se puede amar lo que no se conoce»