Saber individualizar a un ejemplar de otro de la misma especie nos permite conocer aspectos de su vida fundamentales para su conservación. El poder encontrar un patrón que nos permita identificar a los individuos nos permite hacer un seguimiento sobre cada etapa de su vida y nos acerca a un conocimiento más estrecho de sus costumbres.
En una ocasión, hace tiempo, pude presenciar el trabajo de un equipo de científicos, dotados de jeringas cargadas con pintura que salpicaban a un grupo de lobos marinos. La pintura que usaban era inofensiva para los animales y les permitía a los investigadores diferenciar a un animal de otro durante un determinado período de tiempo. Tratar de identificar a un animal que pasa la mayor parte de su vida bajo el agua, como la ballena, es mucho más difícil.
Recién a principios de los ´70 el estudio de la ballena franca cambió su rumbo radicalmente. Se descubrió que se podía identificar a las ballenas casi desde su nacimiento. La clave estaba en las callosidades, placas de piel engrosada ubicadas a lo largo de la mandíbula y el labio inferior, sobre los ojos y en la parte superior y lateral de la cabeza. Las callosidades son de color blanco pero sobre ellas se asientan unos pequeños parásitos llamados ciánidos, también conocidos como «piojos de las ballenas» que le dan tonos tiza o amarillentos.
La distribución y forma de las callosidades es particular en cada individuo y permanecen constantes a través de toda su vida. Una fotografía aérea, tomada a escasa altura en el momento en que la ballena sale a respirar nos brinda acceso a esta «huella digital» única. A raíz de esta clara identificación del individuo, se pueden hacer estudios mucho más específicos. Se pueden realizar censos poblacionales, saber cada cuántos años pare una hembra, a qué edad se alcanza la madurez sexual, la interacción entre lugares de cópula y muchos detalles más.
En la actualidad existen catálogos que identifican a más de 1.300 ejemplares de ballena franca. Vistas como individuos y bautizados con un nombre, las ballenas adquieren otra dimensión. Los biólogos sentados en un acantilado pueden ver llegar a Península Valdés a una hembra nacida en 1974 que se acerca a las aguas del golfo a parir a su segunda cría, conocen su nombre, el de su madre, los nombres de sus hermanos y pronto podrán bautizar a su cachorro recién nacido que llevará, sobre su cabeza, durante toda su vida, la marca de su identidad.
«No se puede defender lo que no se ama y no se puede amar lo que no se conoce»