A diferencia de los seres humanos, los delfines poseen respiración voluntaria. Eso significa que tienen que ser concientes al momento de respirar y darle la orden a su cuerpo para que lo haga. Es por eso que los delfines no pueden ser intervenidos quirúrgicamente ya que, si se los anestesiara, simplemente morirían ahogados por no respirar.
Por el mismo motivo los delfines no pueden dormir de la forma en que nosotros lo hacemos. Cuando los humanos nos sumergimos en el sueño, «apagamos» nuestro cerebro al mismo tiempo que nuestra respiración involuntaria se establece en un ritmo más lento y profundo. Los delfines, al tener que ordenarle a su cuerpo que respire, no pueden «apagarse» de esta forma. Por otro lado si su cerebro se bloqueara por completo estarían corriendo un serio riesgo al convertirse en presa fácil de los depredadores. Sin embargo el descanso es indispensable para la supervivencia de cualquier especie.
Cuando los delfines duermen apagan sólo la mitad de su cerebro. La otra mitad está atenta a la respiración y dispuesta a emprender la huída ante una presencia indeseable. Por las noches los delfines duermen flotando verticales en la superficie, como si fueran un palo de madera pesada en el agua, asomando solo el espiráculo que les permite el intercambio gaseoso. Pero, las noches y un sueño tan ligero no son suficientes para este animal que gasta tanta energía en conseguir el alimento diario. Es por eso que ellos suelen tomar largas siestas, de hecho los delfines emplean casi un tercio del tiempo en descansar.
Hace poco en el Mar Rojo, al sur de la Península del Sinaí, tuve la oportunidad de presenciar una verdadera siesta de un grupo de unos nueve individuos de delfín nariz de botella (Flipper). El grupo, aletargado, se movía casi imperceptiblemente por un fondo de arena a unos nueve metros de profundidad. Los animales estaban muy unidos entre si, en el medio del grupo, protegidos por los adultos, había dos cachorros pequeños. Ellos repetían un ruta circular de unos 500 metros de diámetro pasando siempre por el mismo lugar muy lentamente. Sus ojos no estaban cerrados totalmente pero se habían convertido apenas en una línea inexpresiva.
Cada seis o siete minutos el grupo ascendía como con desgano hacia la superficie, tomaban una bocanada de aire fresco y con la misma parsimonia volvían al fondo de arena. Indudablemente, el lento movimiento les permitía un interesante descanso muscular pero, parte de su cerebro debía estar atento para coordinar la respiración, seguir la ruta prefijada y mantenerse unidos. Mientras tanto dos juveniles rondaban al grupo que descansaba. Ellos se movían más ágilmente alrededor del clan e incluso se acercaban a nosotros husmeando nuestras cámaras fotográficas. Seguramente se trataba de «guardias» que patrullaban los alrededores dispuestos a dar aviso ante cualquier enemigo que se acercara.
Flotar en el mar en silencio, respirando por un esnorkel apenas a un metro de una familia de delfines que están durmiendo la siesta es una de esas experiencias que nos amigan con la vida. Pero lo que más me llamó la atención en ese momento es que los «guardias» no alertaron a los durmientes de nuestra presencia, nunca nos consideraron una amenaza. Incluso se acercaban a nosotros con infantil curiosidad mirándonos fijamente a los ojos, desnudando nuestras emocionadas almas.
«No se puede defender lo que no se ama y no se puede amar lo que no se conoce»