En forma periódica,
las noticias referidas a la erosión
de los suelos en nuestro país
son actualizadas con datos y cifras
preocupantes que deberían generar,
en escala suficiente, las medidas
y los comportamientos apropiados para
darle solución a esa dificultad.
Esa información reitera que
se degradan anualmente 200.000 hectáreas
de campos aptos para la producción
y que zonas tan ricas como las cuencas
de los ríos Carcarañá
y Tercero -norte de la provincia de
Buenos Aires, sur de Santa Fe y sudeste
de Córdoba- se han ido deteriorando
en un 35% de su superficie cultivable,
especialmente por efectos de la erosión
hídrica, que también
ha dañado el 60% de la pampa
húmeda. Entretanto, la erosión
eólica lleva afectadas seis
millones de hectáreas en las
provincias patagónicas de Río
Negro, Chubut y Santa Cruz.
Sabido es que la calidad del suelo
forestal o agrícola depende
de la presencia de humus originado
en un largo proceso de descomposición
de restos vegetales y animales. Se
forma de este modo una capa fértil
de tierra negra, relativamente escasa
en el mundo y que dio positiva fama
a los campos argentinos. Ese privilegio
obliga a que se les prodigue el mayor
cuidado. No obstante, no habría
que pasar por alto que en la degradación
de nuestro suelo no sólo han
incidido aquellos agentes naturales,
sino también el mal trato del
hombre cuando se ha movilizado por
el exclusivo afán de obtener
renta de la tierra y no se ha detenido
a considerar el deterioro que gradualmente
producía.
Entre las prácticas dañinas
que organismos tales como el Instituto
Nacional de Tecnología Agropecuaria
(INTA) han venido denunciando, se
encuentran la falta de rotación
en los cultivos, el empleo de útiles
de labranza inadecuados, el sobrepastoreo,
los desmontes y la explotación
de suelos no aptos para la agricultura.
Si bien la situación es inquietante,
existen modalidades que permitirían
disminuir tales deterioros. Por ejemplo,
desde hace tiempo se viene aconsejando
y utilizando en forma creciente la
llamada siembra directa, técnica
que ayuda a preservar los nutrientes
de la tierra y contribuye a aminorar
el perjuicio de las inundaciones.
Esa sugerencia ha sido eficaz para
quienes la han atendido, pues el mero
uso de fertilizantes no compensa la
pérdida de nutrientes, aunque
pudiera ofrecer en lo inmediato altos
rendimientos en las cosechas que,
hoy en día, han llegado a sumar
70 millones de toneladas de granos.
Otra medida apropiada es la rotación
de los cultivos. Procedimiento bien
conocido que, no obstante tal difusión,
es omitido en las zonas dedicadas
durante décadas a la misma
producción, como ha ocurrido
con las áreas tradicionalmente
maiceras. Dicha insistencia no ha
reparado en el empobrecimiento que
originaba en la tierra y que se reflejaba
en el descenso de los rendimientos,
según lo ha informado el INTA.
El objetivo por lograr es el de generalizar
una agricultura de precisión,
en cuyo desarrollo se ajusten las
dosis de nutrientes y agroquímicos
a las necesidades probadas de los
vegetales, para no dañar el
medio ambiental. Algo más -y
muy importante- ha sido agregado por
el director del Departamento de Suelos
del mencionado instituto, al indicar
que el criterio orientador de la agricultura
no debe ser exclusivamente económico,
prescindiendo del factor humano.
.
No sólo hay que velar por el
cuidado y mejora de la tierra y su
producción. Asimismo, es de
vital importancia que las políticas
para el sector agropecuario contribuyan
a consolidar el asentamiento de quienes
son productores y trabajan en el medio
rural, a fin de que puedan encontrar
y disponer de mejores recursos para
atender sus necesidades de desarrollo
personal y familiar.
Diario La Nación
-16 de julio de 2002
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