Hace un mes
que los barrotes de caña
lo separan de su madre y de
los alimentos que estaba aprendiendo
a recolectar mientras se descolgaba
de los miles de árboles
que fueron su hogar, y que ya
no existen.
Está
desnutrido y algo lastimado.
Su mirada, aguada y alerta,
sigue atenta el caminar de un
hombre que se aproxima a su
jaula, la abre y le extiende
sus brazos. Al instante, fiel
a su naturaleza inofensiva y
amistosa, él acepta la
oferta, se trepa y al llegar
al cuello del hombre lo envuelve
con sus brazos interminables.
"Es como si entendiera
-se emociona el liberador, un
joven voluntario de una de las
agrupaciones conservacionistas
que trabaja en la rehabilitación
de los animales más jóvenes-,
parece un niño desesperado."
Habla de uno de los escasos
15 mil orangutanes que habitan
en las zonas selváticas
del sudeste de Asia -sobre todo
en el centro de Sumatra y en
la región de Kalimantan,
en Borneo-, en serio peligro
de extinción.
Y la desesperación
excede al caso: los expertos
aseguran que si no se implementan
acciones urgentes y eficaces,
la especie -que hace 30 años
estaba representada en la zona
por unos 160 mil ejemplares-
se extinguirá en pocos
años. El verdadero problema
es que la existencia de estos
simios depende en iguales proporciones
de su hábitat natural
-que hace años viene
siendo destruido por la deforestación
y los terribles incendios que
arrasan la zona en épocas
de sequía- y de los pobladores
de la zona, quienes desde la
caída del régimen
autoritario de Suharto, el ex
presidente de Indonesia, han
colaborado en las actividades
ilegales, incluida la caza,
los asesinatos "al paso"
realizados por los buscadores
de oro y diamantes, la venta
de mascotas ilegales y la tala
de árboles para abastecer
al mercado negro de la madera.
Sin embargo,
en este momento, la naturaleza
es quien proyecta la sombra
más oscura sobre los
orangutanes asiáticos:
las islas de Borneo y Sumatra,
poseedoras de una de las floras
y faunas más ricas del
mundo, han sido particularmente
afectadas por recurrentes incendios
forestales. La máxima
catástrofe sucedió
en 1997, cuando durante nueve
meses las llamas se adueñaron
de la selva y el humo instaló
una espesa nube negra que sepultó
el paisaje. Hoy, apagado el
fuego, sólo quedan cicatrices
de desierto y manchones negros,
hiriendo los infinitos verdes
que reinaron en la zona durante
miles de años.
Alertados
sobre el peligro de extinción,
y en un esfuerzo conjunto por
brindarles a los orangutanes
una oportunidad de sobrevivir,
varias organizaciones conservacionistas
-entre ellas, la World Conservation
Union y la Wildlife Conservation
Society- empezaron, a principios
de 1998, a rescatar a los monos
que resisten con suerte dispar
en su hábitat natural
o que fueron capturados por
traficantes.
Para empezar,
han instalado varios centros
de rehabilitación -como
el Wanariset Orangutan Center,
en Borneo-. Luego de un arduo
tratamiento de recuperación
y reeducación, los trasladan
a áreas protegidas, como
el parque nacional Gunung Leuser,
en Sumatra, donde muchos de
ellos ya han recuperado su autonomía
y sus costumbres.
Pero a pesar
del empeño y el profesionalismo,
los expertos están inhabilitados
para combatir las actividades
ilegales que, según los
informes de las organizaciones
ecologistas, son "tácitamente
toleradas por las autoridades
locales". Incluso varios
organismos han cuestionado sin
atenuantes la negligencia oficial
en relación con el cumplimiento
de las regulaciones ambientales,
y hasta han acusado al gobierno
de complicidad por su "incapacidad
o mala predisposición
para prevenir los actos ilícitos
contra el medio ambiente".
El orangután
es un simio pacífico
y amistoso de gran tamaño
y pelo rojizo y largo, originario
de las selvas de Borneo y Sumatra.
El nombre de la especie proviene
del malayo, significa "hombre
del bosque" y le calza
perfecto: salta a la vista que
su anatomía remite al
humano. Son animales nómadas
que pasan el día recorriendo
extensas áreas de bosque
en busca de alimentos -básicamente
hojas y frutas- y duermen en
los nidos que ellos mismos construyen
cada noche con hojas y ramas
en lo alto de los árboles.
Es difícil
verlos en la superficie porque
mientras saltan de rama en rama
con naturalidad, en el suelo
apenas se desplazan torpemente.
Los machos miden alrededor de
un metro y medio de altura y
pesan unos 70 kilos y dada su
proximidad al ser humano, hay
quienes aseguran que los simios
saben que los están matando.
Simpático, el característico
sonido de la especie se oye
permanentemente, pero se vuelve
insoportable cuando advierten
el peligro. Tal vez por eso,
hoy, en el sudeste de Asia la
calma es el máximo desafío
de los conservacionistas. ¿Habrá
silencio para los inocentes?.
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