La preservación
ecológica plantea desafíos
que los argentinos no debemos eludir.
Cuanto se haga en esa materia tendrá
influencia decisiva sobre la calidad
de nuestra vida futura y sobre la
evolución de nuestros procesos
económicos y sociales. Sin
embargo, no siempre las autoridades
públicas adoptan los recaudos
necesarios para asegurar a tiempo
la conservación de nuestros
recursos naturales y a menudo la única
voz que se alza para reclamar las
acciones correspondientes es la que
proviene del campo de las organizaciones
no gubernamentales ligadas a la preservación
de la naturaleza.
Conviene detenerse
a observar, por ejemplo, los problemas
hídricos que se presentan en
muchas partes de nuestras extensas
llanuras debido a la reducida o nula
pendiente de los terrenos, así
como a las condiciones de permeabilidad
de los suelos y al impreciso material
de arrastre que acumulan los cauces
de los cursos de agua.
Entre las amenazas
que afronta la Argentina en relación
con el estado de sus riquezas naturales
hay que mencionar las inundaciones
de la pampa húmeda, la desecación
de los Bañados del Atuel, el
cegamiento del río Pilcomayo
y las marcadas variaciones en el caudal
del Teuco, así como el asolador
comportamiento de los llamados Bajos
Submeridionales, situados en el norte
santafecino. A todo eso se han sumado,
en los últimos días,
las alarmantes noticias sobre la evolución
de los esteros, lagunones y áreas
anegadas de la región del Iberá.
De alterarse el
equilibrio natural de esa zona, se
perderían inestimables bienes
naturales, pues está en riesgo
una multitud de especies vegetales
y animales. Pero el daño ecológico
no se limitaría a esas pérdidas
y a su consiguiente impacto negativo
en el movimiento turístico,
sino que sería mucho más
amplio, pues se destruirían
las condiciones actuales de una inmensa
zona rural en el sur de Corrientes
y en las márgenes entrerrianas
del Paraná y del Uruguay, y
se modificaría por completo
el régimen en el curso inferior
de estos dos ríos. Desencadenado
ese proceso de cambios, el problema
podría asumir agobiantes características
económicas. Es indispensable,
entonces, poner en ejecución
medidas de protección que garanticen
el normal desenvolvimiento de las
poblaciones aledañas y de sus
sistemas productivos.
Según la
información que se suministró
durante el Simposio Internacional
de Teleobservación del Medio
Ambiente, realizado en Buenos Aires,
en los 12.000 kilómetros cuadrados
que ocupan, aproximadamente, los esteros
del Iberá el nivel del agua
ha tenido un aumento promedio de 80
centímetros, lo que equivale
a una duplicación -o poco menos-
de su profundidad histórica,
no superior a un metro. No hay discusiones
entre los especialistas acerca de
la gravedad de este fenómeno,
aunque sí existen discrepancias
respecto de las causas que lo originaron.
Según algunas de las opiniones
vertidas en el simposio, los cambios
se produjeron como resultado de las
obras correspondientes al embalse
de Yacyretá, cuya masa de agua
derivaría por filtraciones
y napas subterráneas hacia
los esteros. Esa derivación
habría multiplicado de manera
prodigiosa el presunto aporte de agua
que siempre ha hecho el Paraná
a través de la Tranquera de
San Miguel, pequeño istmo que
separa al gran río de la cabeza
norte de los pantanos.
Los técnicos
del ente binacional que administra
la represa, por su parte, niegan esa
acusación -que en rigor no
lo es, pues naturalmente se sabe que
una gran obra de ingeniería
modifica inevitablemente el ámbito
en que se instala- y atribuyen la
pertinaz crecida a la alteración
del régimen pluvial, unida
a la saturación de las napas
existentes bajo los esteros.
Es difícil
establecer a cuál de las dos
explicaciones se le debe otorgar mayor
crédito, sobre todo porque
es probable que ambas describan una
parte de la realidad. Lo que sí
corresponde señalar es la necesidad
de que las autoridadaes pongan en
estado de alerta el ecosistema del
Iberá, en peligro de extinguirse
o de ser modificado por completo,
y procuren evitar los perjuicios económicos
en el área colindante. El problema
está planteado y los trastornos
de todo orden que pueden sobrevenir
son obvios.
De lo que allí
vaya a ocurrir quedará, como
reiterada enseñanza, la necesidad
de que las grandes obras públicas
sean encaradas con una adecuada previsión
de los daños que involuntariamente
se pueden provocar. Es indispensable
desarrollar en cada caso el máximo
esfuerzo para minimizar el impacto
en los procesos de la naturaleza,
a cuyo cuidado y protección
debe otorgarse atención prioritaria
en todos los planes y en todos los
emprendimientos que se ponen en marcha
desde el poder político o desde
la iniciativa privada.
18 de abril de 2002
Fuente:
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