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El fuego dejó muerte y dolor

En Potrero de Garay, con las pasturas quemadas, algunos buscan otro destino para los animales que sobrevivieron.

El inmenso páramo negro no tiene fin. El camino sube y baja cuestas y, cada vez que el valle se abre de nuevo, sigue oscuro, sombrío. Casi todo es cenizas y muerte: los cuerpos hinchados de animales estremecen en los costados del camino, y hasta hay espectros que buscan errantes los rastros del viejo paraíso perdido: un caballo con los pelos, el cuero y los ojos quemados sigue ciego el relincho de un compañero que lo guía hacia ninguna parte, porque en toda la comarca casi no ha quedado un poco de pasto tierno para sobrevivir.

En los ardorosos árboles que han quedado en pie, en el arroyo que surca lo profundo del valle, se puede imaginar la plenitud que el fuego arrebató. Potrero de Garay se llama la pequeña región que se abre cerca de Villa Ciudad de América, al oeste del lago Los Molinos. Allí, la soledad es más amarga que nunca: ha muerto la naturaleza y en esta trágica historia se incluyen dos vidas humanas.

El bramido de las llamas

“¡No va a pasar, no va a pasar!”. El grito tan desesperado como convencido apenas podía oírse en medio del crepitar infernal del fuego que todo lo devoraba. A 50 metros de la escuela Alfonsina Storni, la directora, Marta Pons, su esposo Alejandro Juhler y a otros vecinos, asestaban febriles chicotazos contra las llamas que a veces claudicaban y otras eyectaban su furia roja.

La noche del lunes no tenía nada que ver con la noche: todo era luz ardiente, el fuego trepaba por los pinos y cuando alcanzaba las puntas saltaba de un lugar a otro, impredeciblemente. El valle era un enfurecido resplandor que todo lo iluminaba.

Horas antes, poco después de almorzar, Alejandro Juhler y su hijo Borge de 6 años, tapaban una pequeña zanja bajo el inesperado bravo sol de agosto, cuando de pronto sintieron que una sombra se cernía en lo alto: era el humo que venía desde la parte norte del valle. No había dudas, el fuego estaba rondando.

Marta pensó en llamar por teléfono a su amiga Mary de Visconti, que vivía en el norte del valle, de donde venía el fuego, y que era madre de dos varones y dos niñas, algunos de los cuales habían sido alumnos suyos. “Marta, por favor, llamá a los bomberos”, le dijo Mary. Y Marta los llamó, pero ellos ya sabían lo que estaba pasando.

Después, Marta y su esposo se quedaron esperando inquietos hasta que cuando la tarde comenzaba alcanzar la profundidad, sintieron una especie de estruendo constante, un amenazante sonido que avanzaba. Entonces, sonó el teléfono y alguien les dijo que se fueran, que huyeran. El matrimonio hizo caso y llevó a su hijo a la casa de una amiga en Villa Ciudad de América (en algunos barrios también se peleaba contra el fuego), pero regresaron de inmediato: no iban a permitir que el fuego les arrasara la escuela y todo lo que tenían.

En el valle todos sentían igual: aunque la recomendaciones eran que dejaran sus lugares y escaparan, no podían abandonar lo único que tenían: su casa, sus animales. Y los vecinos, en un acto solidario del que se habla sin elogios porque en el lugar todos saben que si no se ayudan unos a otros no tienen demasiadas oportunidades, se unieron en la lucha.

Por ejemplo, a un par de kilómetros de la escuela, Rubén Salgado salió a echar al fuego lejos de su casa con la ayuda de sus cuñados y de vecinos, y cuando pudo contenerlo un poco, corrió hacia otra casa para colaborar. Todos hacían lo mismo: donde el fuego era más bravo, allí se reunían para pegarle al piso con vaqueros mojados, ramas verdes, palas. “Nunca, en toda mi vida que llevo aquí, he visto un fuego como éste. Arriba de los pinos, se levantaba como 15 metros”, dice Rubén, con las manos marcadas por la feroz resistencia.

Mientras, Marta Pons había regresado ya a la escuela cuando el sonido de las llamas alrededor ensordecía cada vez más. “Antes, se escuchaba el canto desesperado de los pájaros. Después, sólo se escuchó el sonido del fuego; era como estar en un huracán”, recuerda.

Casi ya con las sombras de la noche, volvió a sonar el teléfono y Marta corrió a atender: un vecino le informaba que su amiga Mary había muerto, atrapada por las llamas. La directora de la escuela sintió que la bronca y la desesperación le nublaban la razón, pero su amiga Susana de Stabio alcanzó a contenerla. Después, trepó la pequeña cuesta que se alzaba al fondo de la escuela y comenzó a luchar contra el fuego: “¡No va a pasar!”, gritaba.

El coraje de Ubaldo

En la casa de los Salgado piden una tregua. No quieren que Ubaldo (17 años) vuelva a contar la historia. Tampoco la quieren contar ellos. Ha sido demasiado el espanto vivido, es demasiado el dolor.

El lunes después de la siesta, Ubaldo se fue al galope para avisarles a los puesteros del vecino campo “El refugio”, Mary y José Visconti, que el fuego ya estaba en los pinares y en los cerros inmediatos. Mary le dijo a sus dos hijas (de 10 y 3 años; los hijos varones no estaban) que fueran saliendo al camino, tomó un rosario y esperó a su marido para escapar en el auto. Pero el fuego los acorraló. Ubaldo salió al galope más enseguida recordó a las niñas y volvió a recogerlas, desafiando la inmensa hoguera, que ya ardía a ambos lados del camino, y al humo que cegaba los ojos.

Las niñas se salvaron, pero a sus padres las llamas los envolvieron en el camino

Ayer, Marta, Alejandro y el pequeño Borge se disponían a volver a almorzar en paz en la escuela rescatada de las garras del fuego. La calma volvió al valle pero las heridas están abiertas, sobre todo en el norte donde un manto de negra tristeza cubre la inmensidad del páramo.

Ayer, en Potrero de Garay casi todos tenían los ojos rojos de haber luchado contra el fuego, y también por haber llorado frente a tanta impotencia, a tanto dolor.

21 de agosto de 2003

Fuente: La Voz del Interior

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