El hundimiento del
Prestige en aguas del océano
Atlántico -con decenas de miles
de toneladas de petróleo en
las entrañas y la amenaza de
un desastre ecológico de proporciones-
nos hace revivir una de las pesadillas
recurrentes de la modernidad: que
nuestro gigantismo tecnológico
nos desborde.
Edificios que llegan
a tocar las nubes -pero que por su
hermetismo y dimensiones monumentales
se hacen inmanejables-, aviones grandes
como cruceros voladores, máquinas
que nos llevan a lugares peligrosos
-como el espacio exterior-, son todas
maravillas de la ingeniería,
quién lo duda, pero uno intuye
que en condiciones particulares pueden
volverse en contra de nosotros.
Según afirma
James R. Chiles en Invitando al desastre
(Harper Collins, 2002), mientras el
tamaño y el poder de nuestras
máquinas crecen a pasos agigantados,
un hecho nimio o una conjunción
de errores banales pueden desencadenar
un desastre.
Algunos ejemplos.
En julio de 2000, un avión
Concorde de Air France se estrelló
contra un hotel en tierra por un trozo
de titanio que, desprendido de un
DC 10, había caído minutos
antes en la pista de despegue. La
pieza sólo medía 45
centímetros, pero fue suficiente
para hacer explotar una cubierta del
avión que levantaba vuelo e
iniciar una cadena de acontecimientos
que culminó dos minutos más
tarde cuando el Concorde se inclinó
hacia la izquierda y chocó
contra el suelo.
El World Trade Center
recibía diariamente a 50.000
personas. La planificación
de su estructura había tardado
diez años. Cada torre contenía
90.000 toneladas de acero y 190.000
de concreto, y podía resistir
vientos de 225 kilómetros por
hora. Les Robertson, jefe del equipo
que las diseñó, creía
que si hubieran quedado abandonadas
a merced de los elementos podrían
haberse mantenido en pie cientos de
años. Pero ocurrió lo
impensable.
En junio de 1995,
el crucero Royal Majesty encalló
al soltársele el cable de la
antena del sistema de posicionamiento
global (GPS), mientras nadie se daba
cuenta de que el barco estaba totalmente
fuera de rumbo.
A veces se requieren
cosas muy extrañas para provocar
una tragedia. El equipo que estudió
los sucesos del 11 de septiembre llegó
a la conclusión de que las
torres resistieron notablemente bien,
pero el impacto que fue tan brutal
que era difícil preverlo.
Sin embargo, según
argumenta Chiles, "los estudios
muestran que casi siempre es necesaria
una secuencia de fallas y errores".
Los expertos que analizaron la explosión
de Chernobyl encontraron por lo menos
seis errores separados.
Todo indica que
quienes supervisan ingenios tecnológicos
de enormes dimensiones no sólo
deben poder manejar enormes caudales
de información, sino además
ser capaces de reconocer esas cadenas
fatídicas para así poder
interrumpirlas. Claro que uno se pregunta
si esta tarea no exige capacidades
más que humanas... especialmente
teniendo en cuenta que nuestra especie
casi no cambia a lo largo de siglos,
mientras que el mundo tecnológico
lo hace, cada día más
vertiginosamente, segundo a segundo.
20 de noviembre de 2002
Fuente:
PÁGINAS
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