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La gigantesca depredación del patrimonio forestal

Si algo une a los argentinos por sobre cualquier diferencia racial, política, religiosa y, faltaba más, deportiva, es su inquebrantable convicción de que habitan un territorio inagotable en recursos naturales. Por consiguiente, la conciencia conservacionista es virtualmente inexistente entre sus rasgos más representativos. Las consecuencias están a la vista: degradación de los suelos por procesos de erosiones eólica e hídrica por el monocultivo de especies esquilmantes de su fertilidad; contaminación severa de ríos y lagos; indiferencia ante la devastación que producen en la biomasa de su extensa plataforma marina las flotas extranjeras que practican la pesca de arrastre; aire enrarecido en sus núcleos urbanos por inexistencia de una inteligente política de zonificación industrial. Y, lo más grave por la casi completa ignorancia de la gran magnitud del problema, el incontenible proceso de deforestación.

En 1914, la Argentina poseía 106 millones de hectáreas de bosques nativos. En la actualidad, apenas si se contabilizan 33.190.442 hectáreas. Es decir, en poco más de tres cuartos de siglo se perdieron dos tercios del patrimonio forestal. Varios factores incidieron poderosamente en esa devastación: los principales son los desmontes indiscriminados, los incendios y la extensión de las fronteras agropecuarias. Los tres admiten un denominador común: la absoluta ausencia de una planificación conservacionista. Aún hoy, a pesar de los grandes incendios anuales, no se dispone de adecuadas infraestructuras regionales de lucha contra el fuego. Las prácticas destinadas a restituir las formaciones en los bosques quemados y la fertilidad de sus tierras sólo pueden ser encontradas en los manuales.

A pesar de la existencia de millones de desocupados, la dotación de guardabosques y de bomberos es harto insuficiente. Se desaprovecha la experiencia de los Estados Unidos que, tras el colapso financiero de Wall Street en 1929, que destruyó empleo por millones, montaron un sistema nacional de conservación que dio empleo a centenares de miles de personas. Tampoco se adoptó la centenaria experiencia de los países escandinavos, que poseen en la industria de la madera uno de sus principales recursos económicos y donde la reposición de árboles talados es obligación nacional fielmente cumplida.

Los esporádicos programas de financiamiento de la forestación con créditos blandos fracasaron por la desviación de los dineros acordados hacia otros fines o por las especulaciones que tornaron para nada rentable la explotación de los bosques de coníferas que se crearon. La mera práctica del raleo se convirtió en una carga insostenible para quienes aceptaron el desafío y quedaron indefensos ante los especuladores.

La ausencia de una cultura forestadora es una constante en la historia de la agricultura argentina. Desde la estimación de 1914, transcurrieron más de 30 años de inoperancia sistemática hasta que en 1948 se ordenó la creación de un organismo público que se encargaría de recopilar información sobre el patrimonio forestal. Se agotó otro medio siglo de indolencia y recién este año pudo realizarse el primer inventario real, y ello merced a un proyecto que financió el Banco Mundial.

Para su concreción, se utilizaron satélites, mapas provinciales y recorridos terrestres y aéreos. Es decir, se disponen ahora de datos fehacientes, que servirían estupendamente como base para la elaboración de una genuina política de recuperación de las enormes masas arbóreas perdidas. Lo peor que podría suceder es que se prolongase la bizarra tradición nacional de creer que porque somos el país del mañana, podemos dejarlo todo para pasado mañana y arrumbar el inventario en algún cajón burocrático hasta que la situación, por la desidia, se torne insostenible.

La pérdida de 73 millones de hectáreas de bosques es un drama ecológico, y así debe asumirse. En la medida en que se concientice de la función decisiva que asumen los bosques en una economía racionalmente integrada, de su importancia en la regulación del clima y de su enorme atractivo turístico, podrá iniciarse la lenta y constante repoblación de no pocas de las regiones que perdieron su fisonomía por causa de la incuria o de la especulación incontrolada.

No será tarea fácil crear esa conciencia. Tomemos el caso de la provincia de Córdoba. Pocos cordobeses saben que a comienzos del siglo 20 el territorio provincial estaba cubierto en un 60 por ciento por bosques y montes: 10 millones de hectáreas sobre un total de 16,5 millones. De esa enorme masa que teñía de verde gran parte de su geografía, sólo quedan 300 mil hectáreas, de las cuales menos de la mitad corresponden a arboledas vírgenes. Han desaparecido 9.700.000 hectáreas y aún es creencia firme de los cordobeses que la grave alteración del clima es causada por un puñado de diques, sin tener en cuenta el efecto invernadero y la incesante deforestación de la Amazonia, de nuestro país y de Córdoba.

La Voz del Interior online

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