Antes de la Primera
Guerra Mundial, la Argentina tuvo
treinta y cinco años de crecimiento
económico. Fueron buenas épocas,
en las que se hacía lo que
correspondía a aquellos tiempos
y se crecía con el impulso
extranjero, con la mano de obra, capital
y mercados que demandaban nuestros
productos. Entonces, nuestro país
era el mayor exportador mundial de
maíz.
Por supuesto, no se pensaba entonces
en la rotación de cultivos
ni existían los agroquímicos
ni los fertilizantes. La productividad
era de una tonelada por hectárea.
El desarrollo llegaba entonces sólo
hasta una distancia de alrededor de
800 kilómetros de la ciudad
de Buenos Aires. Sin duda, la Argentina
progresaba y lo hacía porque
realizaba una actividad económica
acorde con la tecnología y
la economía de la época.
La producción agrícola
no es un proceso angelical, los cultivos
no se desarrollan al cuidado de los
dioses y las plantas no crecen lozanas
y felices sin adversidades; en realidad,
deben sobreponerse a la competencia
de malezas, a las enfermedades producidas
por bacterias, hongos y virus, al
daño de plagas e insectos.
Todas éstas, calamidades "naturales".
Hasta hace pocos años, la inexistencia
de herbicidas hacía imprescindible
arar la tierra para poder sembrar
y producir. Esta actividad fue primero
muy rudimentaria, luego más
tecnificada; pero las labranzas fueron
deteriorando los suelos, los que poco
a poco perdieron materia orgánica,
estructura y capacidad de retención
de agua, y hasta se fue perdiendo
el propio suelo con sus nutrientes.
Los agricultores, técnicos
y científicos han vivido permanente
preocupados por la superación
de estos problemas.
Malthus prenunciaba guerras desatadas
por el hambre, ya que la producción
de alimentos sería insuficiente
para atender el crecimiento poblacional.
Sin embargo, el siglo XX concluyó
con 6000 millones de personas y, aunque
el hambre no fue erradicada, subsiste
en una proporción inferior
y con una población que ha
incrementado enormemente su expectativa
de vida. Este fenómeno fue
posible porque la producción
de alimentos creció más
que la población, gracias a
la incorporación de los progresos
de la tecnología agropecuaria.
Esto ocurrió en el mundo y
en la Argentina (aquí, a veces
a destiempo).
Iniciamos el siglo XXI con la Argentina
produciendo 70 millones de toneladas,
una reacción que sólo
fue posible en los últimos
años y tiene que ver con la
llegada de la siembra directa, la
generalización del uso de fertilizantes,
la disponibilidad de agroquímicos
y la biotecnología.
Hay que destacar que hablamos de una
producción sana, ya que la
desnutrición, el hambre y la
mortalidad infantil no la provocan
los alimentos: los problemas se presentan
cuando las personas no se pueden alimentar
bien, por no contar con el dinero
suficiente. Por otra parte, debemos
tener en cuenta que los mayores daños
a los agroecosistemas los han propiciado
las labranzas. En la década
del 90 el problema era muy preocupante.
El Instituto Nacional de Tecnología
Agropecuaria (INTA) midió la
pérdidas del suelo y publicó
un libro cuyo título expresaba
la preocupación: Alerta amarillo.
Hoy ese proceso ha perdido interés
gracias a la siembra directa.
Mejoramiento genético
Actualmente la Argentina es líder
en el mundo en agricultura de conservación:
la siembra directa en nuestro país
supera el 50 por ciento, mientras
que en los Estados Unidos sólo
alcanza el 15 por ciento.
También hay que considerar
que cuando se producen 10 toneladas
de maíz en una hectárea,
con el grano se van proteínas,
y con las proteínas, nitrógeno,
fósforo, azufre y otros elementos,
que si no son adicionados al suelo,
éste cada día produce
menos, porque pierde nutrientes. De
modo que el empleo de fertilizantes
no es un vicio del productor, ni tampoco
perjudica al suelo si se emplea en
forma racional y profesional. Ciertamente,
en aquellas partes del mundo en las
que se emplean cantidades enormes
de fertilizantes, éstos no
son absorbidos por los cultivos y
terminan en los ríos y los
mares, pero eso no es lo que ocurre
en la Argentina.
Para lograr los niveles de producción
actuales ha sido necesario mejorar
también la producción
de semillas y esta tarea existe desde
que empezó la agricultura.
Los primeros trigos, por ejemplo,
desgranaban naturalmente y por lo
tanto no se alcanzaba a recolectarlos,
de modo que el hombre seleccionó
las plantas y sembró las semillas
de aquellas que desgranaban menos.
La alta producción, necesaria
para alimentar a la humanidad, es
posible gracias al mejoramiento vegetal.
Tarea que ha tenido que ver primero
con la genética que descubrió
Mendel y últimamente con la
genética molecular, cuyos avances
dieron lugar a la biotecnología.
En la Argentina se reconocieron tempranamente
las oportunidades de la biotecnología
y se constituyó en 1991 la
Comisión Nacional Asesora de
Biotecnología Agropecuaria
(Conabia), integrada por científicos
y técnicos de primer nivel,
que ha seguido paso a paso los procedimientos
de evaluación y control, de
modo que puedan producirse cultivos
transgénicos con seguridad.
Uno de los primeros resultados de
la incorporación de la biotecnología
en la Argentina ha sido la incorporación
de una variedad de soja que, por una
modificación en el metabolismo
de la planta, resiste a la aplicación
del herbicida glifosato, que controla
todo tipo de malezas por tener la
propiedad de inhibir una enzima vital
para la planta, responsable de la
síntesis de aminoácidos
aromáticos. De este modo, hoy
se ha simplificado el control de malezas.
El glifosato es una molécula
muy simple. Al ser aplicado sobre
un cultivo, una parte es absorbida
por la planta y desarrolla su acción,
y la parte que llega al suelo es rápidamente
degradada por las bacterias, de modo
que no produce ningún tipo
de contaminación y tampoco
afecta a las bacterias responsables
de la fijación simbiótica
de nitrógeno por parte de la
soja.
La polémica
La biotecnología ha desatado
una polémica fenomenal, en
la cual participan múltiples
elementos: intereses económicos,
de política internacional,
de percepción pública
por asociación con otros acontecimientos
no relacionados con la biotecnología
e ideológicos.
A pesar de las polémicas y
de su repercusión en la prensa,
la Argentina exporta sin problemas
la mayor parte de su harina de soja
transgénica a la Unión
Europea, por la sencilla razón
de que allí saben que desde
el punto de vista nutricional no difiere
de la soja no transgénica y
porque la necesitan.
Quienes se oponen a esta tecnología,
como no han encontrado ningún
argumento científicamente sólido,
pretenden que se tomen medidas de
precaución frente a "riesgos
desconocidos". Obviamente, esto
es un absurdo que sólo se le
puede ocurrir a alguien que no tiene
ningún interés en el
progreso, en que las cosas cambien,
en que se puedan producir más
y mejores productos.
Las personas que rechazan la biotecnología
y los agroquímicos representan
un mercado que desde la Argentina
se puede atender, y de hecho hay productores
que lo hacen. Se produce soja no transgénica,
sin emplear ningún tipo de
productos químicos, lo que
constituye la producción orgánica,
de menor productividad, no necesariamente
más sana, y de mayor precio.
Una cosa no impide la otra, pero no
podemos confundir un mercado orgánico
pequeño y que seguramente puede
crecer con otro de 15.000 millones
de dólares, como es el agroalimentario.
La superficie agrícola mundial
es desde hace muchos años prácticamente
la misma y hacer sólo agricultura
orgánica significa quitarle
a la agricultura los insumos y por
lo tanto llevarla a los niveles de
producción anteriores a la
Segunda Guerra Mundial, cuando no
se empleaban agroquímicos ni
fertilizantes. Esto representa un
escenario aterrador: 6000 millones
de personas, con la producción
de sesenta años atrás.
Aclaremos que el mundo no está
preocupado por la forma de producción
de la Argentina: está preocupado
por la incompetencia de gestión
pública, que ha llevado el
país con mayor producción
de proteínas por habitante
a tener desnutrición. La agricultura
argentina es competitiva porque se
practica de acuerdo con los tiempos
que vivimos: producimos con la mejor
tecnología del momento. Esto
es lo que nos permite competir con
países que subsidian, aun teniendo
en este momento un 20 por ciento de
impuestos a las exportaciones.
Lo que me resulta difícil de
comprender es el empecinamiento de
algunas personas contra el plan Soja
Solidaria. Que sólo es un fantástico
acto solidario de muchísimas
personas dispuestas a capacitar y
de productores dispuestos a donar
soja, sensibles a las necesidades
por las que pasa gran parte del pueblo
argentino. Posible por la generosidad,
es una organización que no
maneja dinero, en la que no interviene
la política. Este plan actualmente
atiende a unas 2500 instituciones
y 250.000 personas en la Capital Federal
y el Gran Buenos Aires, adonde se
envían 30.000 kilogramos por
semana; unas cien entidades y 40.000
personas en Rosario, y también
llega a muchísimos lugares
del interior.
No se puede analizar la agricultura
y la seguridad alimentaria con una
lógica doméstica, sin
información, pensando que lo
que uno cree tiene que ver con el
conocimiento. La Argentina pasa por
un momento clave de su historia: tenemos
que decidir qué camino tomar,
cómo salir del atolladero,
discutir sueños y nuevos paradigmas.
Podemos aprender de nuestra historia.
Lo que no podemos hacer es pretender
vivir como se vivía un siglo
atrás, con la tecnología
de aquella época.
Víctor H. Trucco
para La Nación - 12 de agosto
de 2002
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