A unos diez kilómetros
de la ciudad española, La Coruña
nos estábamos despidiendo uno
de los dirigentes municipales y yo,
en lo que había sido una de
sus más bonitas playas, Barrañán;
y lo último que me dijo fue:
"Aquí, todos sentimos
una vergüenza infernal".
Era muy apropiado, en medio del espeso
olor a azufre y aceite que nos asaltaba,
desde la kilométrica mancha
de fuel que cubría la arena,
las plantas, las rocas, el agua, todo.
Pero en realidad
no se refería a eso, porque
ya me había hablado antes de
ese desastre físico que como
decía- "cualquier día
de éstos nos dejan sin la tierra
y sin el mar". No, lo que sentía
este gallego (y otros muchos con los
que acababa de hablar en esa zona),
era vergüenza ajena. Por un gobierno
conservador que estaba tratando este
desastre como otro punto más
en su agenda electoral. Y por la resignada
actitud del pueblo gallego que estaba
sufriendo todo esto, sin apenas organizar
protestas públicas, como si
fuera algo tan inevitable como el
día y la noche.
La playa de Barrañán
o lo que queda de ella ahora-
es el punto desde donde arranca, hacia
el sur, la llamada "Costa da
Morte". Un trecho de la costa
de Galicia donde cada año se
registran unos 700 accidentes o incidentes
marítimos; y donde una vez
cada 7 años, como promedio,
alguno de esos accidentes se convierte
en catástrofe. En la historia
reciente, ya van cinco buques con
carga petroquímica perdidos
en esta costa o mejor dicho,
la costa y toda su vida, perdida por
esas cargas.
A estas alturas,
las autoridades podrían haber
aprendido algo; haber situado aquí
barcos especializados para combatir
las consecuencias de esos desastres
anunciados; o al menos tener pensado
un método para manejar este
tipo de crisis. Pero no. El gobierno
regional de Galicia brilló
(y sigue brillando) por su total ausencia.
Y el gobierno nacional desde Madrid
sólo pensó, y mucho,
en su reputación como partido
gubernamental en las próximas
elecciones locales. Por eso no quiso
arriesgar sus votos en ningún
lugar, llevando de ahí el barco
averiado para contener el peligro
en un sólo punto y salvar el
resto de Galicia (y Portugal, si hubiera
pensado como un gobierno europeo).
Sólo pensó
en esconder el problema más
allá del horizonte, y bajo
de las aguas. Incluso llegó
a pensar en tirar bombas incendiarias
sobre el petrolero averiado, para
hacerlo desaparecer.
Y sabiendo que su
negativa a permitir un intento serio
de rescate de la carga significaba
que se iría al fondo del mar,
se dio prisa en difundir como verdades
científicas unas suposiciones
totalmente teóricas, como que
las frías aguas profundas "congelarían"
la ubicación del petróleo
hundido. O que los vientos y las corrientes
asegurarían que les vertidos
de petróleo ya no llegarían
a la costa, en cuanto el barco estuviera
a más de 70 millas mar adentro.
También se
dio prisa en tapar las protestas,
anunciando un sueldo de 30 dólares
diarios para los que ya no pueden
pescar o faenar en esta costa. Así
llegó a su cálculo inicial
de que el problema del petrolero iba
a costar unos 25 millones de dólares,
aunque la cuenta final seguramente
será tres o cuatro veces mayor.
Las cuatro o cinco
mil toneladas de petróleo vertidas
el primer día cuando el barco
entró en problemas cerca de
la Costa da Morte, han envenenado
kilómetros y kilómetros
de playas. Nadie sabe la magnitud
de la catástrofe que acarrearán
finalmente las más de 60.000
toneladas que se encuentran aún
en el petrolero que se hundió
a casi 300 kilómetros mar adentro.
Lo único
que se sabe con total certeza es que
el gobierno español no trató
el asunto como una bomba de tiempo
"ecológica" que había
que desarmar, sino como una inconveniencia
política que había que
apartar de la vista. A eso se refería
el dirigente municipal de La Coruña,
cuando me habló de "la
infernal vergüenza".
21 de noviembre de
2002
Fuente:
PÁGINAS
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