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El
aceite de soja, un alimento
que en los últimos
años tuvo una enorme
aceptación en las
mesas. |
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Desde que en 1994 los departamentos
de Agricultura, y de Alimentación
y Medicamentos de Estados Unidos aprobaron
la utilización de la soja transgénica,
el uso de organismos genéticamente
modificados (OGM) en la elaboración
de alimentos comenzó a dividir
las opiniones. Actualmente, el debate
se centra en la calidad de los alimentos
sometidos a modificaciones genéticas.
Los defensores de los procedimientos
transgénicos, productores agropecuarios
y los países en desarrollo,
argumentan que la nueva ola de la
revolución verde
no sólo contribuye a reducir
los costos de producción, sino
que aparece como la principal herramienta
para paliar al hambre en el mundo.
Sus opositores; grupos ambientalistas
y de consumidores, principalmente
en Europa, se resisten a su evolución
y a la inclusión de productos
biotecnológicos en sus dietas.
La razón: los posibles efectos
nocivos de los genes en
la salud humana.
Mientras en las palabras las posiciones
se mantienen divergentes, en la práctica
su desarrolle se expande y la ciencia
no logra detectar hasta el momento
riesgos para el consumo.
En Argentina, la soja modificada
debutó en los campos en 1996
y su presencia no ha parado de crecer.
Tiene la característica particular
de ser resistente a un herbicida inocuo
para la salud y el medio ambiente
(el glifosato), que se utiliza desde
hace 25 años en más
125 países y que permite controlar
todas las malezas. Su liberación
al mercado le permitió a los
productores ahorrar más de
200 millones de dólares en
productos químicos, según
argumentan sus defensores. En la última
campaña, el 90 por ciento de
la oleaginosa cultivada en el país
fue transgénica.
Durante el año pasado, la
producción de soja resistente
a glifosato y a insectos aumentó
un 10 por ciento y alcanzó
los 36,5 millones de hectáreas.
Fue la primera vez que supera el 50
por ciento del área mundial
del cultivo. En Estados Unidos creció
3,3 millones de hectáreas,
de acuerdo con datos del Servicio
Internacional para la Transferencia
de Aplicaciones Agro Biotecnológicas
(Isaaa).
Reparos
El desastre nuclear de Chernobyl
y la propagación del virus
de la vaca loca fueron
dos acontecimientos que modificaron
los hábitos de consumo de los
europeos y que abonaron su resistencia
contra la biotecnología hasta
convertirla en una cuestión
de Estado.
La Unión Europea puso en vigencia
recientemente la obligatoriedad de
etiquetar (identificar) todos los
alimentos cuyos ingredientes contengan
más de un uno por ciento de
organismos genéticamente modificados.
Las asociaciones de consumidores y
los ecologistas recibieron con beneplácito
esta decisión. Sostienen que
la identificación va a reforzar
la información del público
frente a un góndola.
El nuevo marco legal obliga a los
supermercados a exigir a sus proveedores
certificados que garanticen que los
alimentos están libres de transgénicos,
o en su defecto especifique la cantidad
que contienen. A pesar de esta especificación,
los envíos de aceite y harina
de soja argentina al viejo Continente
siguen en aumento.
Más allá de la resistencia
asociada a patrones sociales y culturales,
las razones económicas también
están latentes.
Europa sabe que si adopta la
biotecnología, los costos de
producción seguirán
bajando y los gobiernos de la Unión
deberán incrementar sus presupuestos
en subsidios para sus agricultores,
una cuestión que puede poner
en peligro hasta la propia Unión,
advirtió Juan Enríquez,
economista y miembro del Consejo de
Genética de la Facultad de
Medicina de la Universidad de Harvard.
Según su análisis,
para compensar un aumento del cinco
por ciento en la producción,
las asignaciones en ayudas directas
a los agricultores europeos deberían
crecer un 2,5 por ciento.
Si bien sus defensores aseguran que
los OMG llegaron para quedase, desde
la otra vereda se recomienda andar
con pie de plomo. Un informe de la
Academia Nacional de Ciencias de los
Estados Unidos, sobre las plantas
genéticamente modificadas,
precisa que no hay peligro de consumir
esa clase de alimentos. Sin embargo,
y a pesar de afirmar que el proceso
de incorporar genes de una especie
a otra no es peligroso, advierte sobre
la necesidad de intensificar las regulaciones.
17 de febrero de 2003
Fuente:
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