En 1950 bajo la bandera
de la Revolución Verde, se inició
una etapa de desarrollo agrícola
sin precedentes. Avalada por organismos
internacionales como el Banco Mundial,
la floreciente industria de la agricultura
confió en el uso de pesticidas
y fertilizantes como vía rápida
para resolver el hambre en el mundo.
Sin embargo, esta meta sólo contribuyó
a mantener el crecimiento del déficit
de la balanza alimentaria de los países
pobres, al tiempo que aumentaba los
excedentes en los países ricos.
Cuatro décadas más
tarde los grandes "popes"
de la economía global, impulsados
nuevamente por el Banco Mundial y
la Organización Mundial del
Comercio, nos auguran una segunda
Revolución Verde. Esta vez
de la mano de la biotecnología
llegan los alimentos transgénicos.
Llamados también organismos
modificados genéticamente (OMG),
los transgénicos son organismos
vivos creados artificialmente a los
cuales se introduce uno o varios genes
de otro ser vivo (virus, bacteria,
vegetal, animal o humano). Se franquea
así la barrera entre especies
generando seres vivos que no existían
anteriormente. El resultado de este
cruce genera sin duda semillas mejoradas,
que además de resistir la acción
de plagas e inclemencias del clima,
pueden crecer en condiciones extremas,
lo cual garantiza las cosechas y optimiza
los rendimientos.
No obstante, tras la bondad de estos
datos se encuentra una realidad alarmante.
Los riesgos sanitarios a largo plazo
de los OMG presentes en nuestra alimentación
o en los animales de los que nos alimentamos,
no están siendo evaluados y
su alcance sigue siendo desconocido,
ya que los estudios de impacto se
están realizando a posteriori.
De sus resultados se ha estimado que
puedan aparecer alergias, resistencia
a los antibióticos, efectos
acumulativos y carcinogénesis.
El impacto puede llegar a ser irreversible,
valga como ejemplo el desastre producido
por la compañía japonesa
Showa Denko que diseñó
una bacteria que se empleaba en estos
cultivos. Las consecuencias fueron
funestas: 37 personas muertas y 1500
con daños permanentes.
El otro gran perjudicado es el medio
ambiente. Además de la contaminación
tradicional por el uso de pesticidas
y plaguicidas que aplicados a los
OMG se denominan biocidas, se acuña
un nuevo concepto de degradación
del ecosistema: la erosión
genética. Esto supone la contaminación
de especies silvestres con pólenes
de plantas modificadas, lo que produce
una homogenización de la diversidad
biológica y por lo tanto conduce
a la desaparición de multitud
de especies, que constituían
centros de diversidad.
Pero, ¿qué intereses
se ocultan tras estos alimentos? A
juzgar por las cifras son numerosos.
Hasta el 2002, los OMGs ocupaban el
16% del total del área mundial,
con cuatro especies básicas
(58% de soja, 12% de maíz,
12% de algodón y 7% de canola).
Se estima que el mercado de los transgénicos
llegará a cotizarse en algo
más de 3.000 millones de dólares
para finales este año, con
un crecimiento anual del 10%.
A la cabeza de esta tecnología
se encuentran grandes transnacionales
como Monsanto, Novartis, Aventis,
DuPont, Bayer, Hi-Breed y Astra-Zeneca.
La biotecnología se ha convertido
en un multimillonario negocio de unas
cuantas empresas formadas por sociedades
anónimas, que a través
de la venta, fusión o absorción,
pueden aparecer o desaparecer convertidas
en otras, eludiendo así posibles
responsabilidades de daños
a medio y largo plazo. No es raro
que los países desarrollados,
especialmente EEUU, principal exportador
del mundo, sean los más interesados
en este negocio, ya que las grandes
corporaciones biotecnológicas
pertenecen a ellos.
La mayoría de las innovaciones
en este campo están motivadas
por criterios económicos. De
hecho se crea una dependencia directa
del agricultor con estas grandes empresas,
debido a que los cultivos transgénicos
son plantas patentadas con derechos
de propiedad intelectual que prohíben
a los agricultores reproducir, intercambiar
o almacenar semillas de su propia
cosecha. También nos encontramos
con semillas estériles en su
segunda generación, o semillas
suicidas con características
que pueden ser activadas o desactivadas
por sustancias "reguladoras".
Por supuesto, comercializadas sólo
por estas industrias, lo que implica
una inversión anual para garantizar
sucesivas cosechas y asegurarse pingües
beneficios.
En mayo de 2003 Estados Unidos denunció
ante la Organización Mundial
del Comercio la moratoria europea
a la comercialización de nuevos
OMGs. En ella, la Unión Europea
(UE) establecía un férreo
control sobre los alimentos transgénicos.
La posibilidad de comercializar nuevas
especies era prácticamente
nula. Resulta paradójico que
sólo dos meses después
de la denuncia y de las duras declaraciones
de Bush acusando a la UE de connivencia
con el hambre en los países
pobres, ésta haya aprobado
un nuevo reglamento sobre comercialización
y etiquetado de alimentos modificados.
Sospechas no infundadas surgen al
comprobar que este nuevo reglamento
disminuye el control de estos alimentos
admitiendo la presencia de hasta el
0,9 % de sustancia contaminante que
no deberá ser indicada en el
etiquetado. Sospechas también
cuando las grandes corporaciones estadounidenses
van a tener un nuevo mercado en Europa
que incrementará significativamente
sus beneficios. El camino abierto
a los transgénicos nos augura
un futuro gris. Hasta ahora, en Europa
se comercializaban 18 especies modificadas;
con el nuevo reglamento podrían
incrementarse al doble en tan sólo
unos meses. Además, aunque
el etiquetado es obligatorio, las
normas resultan confusas en algunos
puntos, no garantizando el derecho
de libre elección del consumidor.
Es alarmante constatar que al tiempo
que estas grandes multinacionales
se enriquecen concentrando la producción
agrícola, millones de personas
pierden el legado histórico
de su entorno natural y ven desaparecer
su medio de vida. "Somos lo que
comemos", decía Hipócrates.
Pero, ¿qué comemos?.
15 de agosto de 2003
Fuente:
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