En agosto de 2001,
la Argentina y Australia firmaron
un acuerdo sobre Cooperación
en los Usos Pacíficos de la
Energía Nuclear. Ese acuerdo
le otorga un marco institucional al
contrato firmado entre la autoridad
regulatoria nuclear australiana (Ansto)
y la empresa estatal argentina Invap
(Investigaciones Aplicadas Sociedad
del Estado), formada por la Comisión
Nacional de Energía Atómica
y la provincia de Río Negro.
Tal contrato entre Invap y Ansto fue
consecuencia de una licitación
internacional por 180 millones de
dólares destinada a encarar
la construcción de un reactor
nuclear de uso pacífico para
Australia. Como lo expresamos en esta
misma columna unos meses atrás,
el acuerdo incluye una cláusula
que contempla la posibilidad de que
la Argentina reciba combustible gastado
-proveniente de Australia- del reactor
que Invap construya. Ese combustible
gastado ingresaría transitoriamente
en nuestro país para su reacondicionamiento
y luego de un período de aproximadamente
quince años sería reenviado
a Australia para su disposición
final. Algunas organizaciones ambientalistas
han formulado justificadas críticas
contra lo previsto en esa cláusula,
pero hay que señalar que varias
academias nacionales e instituciones
científicas argentinas, tras
estudiar el asunto, se pronunciaron
en favor de que se cumpla lo acordado.
Más allá de los riesgos
de importar combustibles "gastados"
o "irradiados", que constituyen
sin duda alguna residuos peligrosos
del reactor australiano, y sin poner
en tela de juicio la importancia del
uso pacífico de la energía
nuclear, corresponde realizar un análisis
desapasionado y serio del caso. La
reforma constitucional de 1994 incluyó
en el texto de nuestra ley suprema
una disposición que prohíbe
expresamente "el ingreso al territorio
nacional de residuos actual o potencialmente
peligrosos, y de los radiactivos".
Tal prohibición fue introducida
debido al peligro creciente que la
generación, el movimiento transfronterizo
y la disposición de residuos
peligrosos representa para la calidad
de vida y para el ambiente. De ahí
que resulta forzada la interpretación
de varios legisladores y constitucionalistas
que afirman que nuestra Constitución
sólo prohíbe el ingreso
"permanente" de residuos
peligrosos o radiactivos y no el ingreso
"temporario". Quienes argumentan
de ese modo aseguran que en este caso,
tratándose de residuos que
llegarían al país para
ser tratados y nuevamente exportados,
no se estaría consumando un
verdadero ingreso.
Pero tales argumentaciones, insistimos,
resultan forzadas. La prohibición
establecida en la Constitución
es absoluta, no hace distingo alguno
entre ingreso temporario e ingreso
definitivo. Las interpretaciones que
se hagan del texto constitucional
no pueden modificar el espíritu
originario de tal prohibición.
Basta imaginar el caso de una persona
que sufriera algún daño
vinculado con estos residuos peligrosos:
si ello ocurriera, carecería
de sentido buscar la diferencia entre
el ingreso temporario o el ingreso
definitivo de los materiales a nuestro
país.
Por otro lado, y a modo de referencia,
cabe mencionar que al momento de modificarse
la Constitución existían
dos normas -aún vigentes- que
vislumbraban la problemática
ambiental y la irreversibilidad de
los potenciales daños que podía
causar la importación de residuos.
La primera de ellas es la ley de residuos
peligrosos, que prohíbe la
importación, introducción
y transporte de todo tipo de residuos
(incluyendo los de origen nuclear)
provenientes de otros países.
La otra norma es el decreto 181/92,
que expresamente prohíbe la
introducción y la importación
definitiva o temporal de todo tipo
de residuo procedente de otros países
"que fuera desechado por el generador,
y/o sea ofrecido a nuestro país,
tanto en forma gratuita o abonando
una prima para su reciclado, tratamiento
o disposición final".
Sin perjuicio de lo anterior, y considerando
que siempre coexisten en la realidad
las normas y los hechos que ellas
regulan, debe aspirarse a una interpretación
razonable de las disposiciones legales,
que permita que su espíritu
permanezca vigente, y, además,
que no sea complaciente con situaciones
o intereses circunstanciales, pues
el bienestar de una sociedad depende
de la seguridad jurídica existente
y, por lo tanto, de la correcta aplicación
de las normas que, sancionadas en
el pasado, se proyectan hacia el futuro
para garantizar el bienestar de la
comunidad.
Diario La Nación
|