En un clima tenso
y por momentos fuertemente polémico,
transcurrió la Cumbre de la
Tierra, que la Organización
de las Naciones Unidas realizó
esta vez en Johannesburgo. No se puede
decir que el nuevo encuentro se haya
destacado por sus logros concretos,
pero ha tenido la virtud, por lo menos,
de llevar al ámbito de la discusión
pública una serie de asuntos
que no pueden sino llenarnos de justificadas
preocupaciones.
Los especialistas convocados por la
entidad mundial son terminantes: la
biodiversidad está en alerta
rojo y el número de especies
animales y vegetales que se extinguen
día tras día va en aumento.
La necesidad de utilizar tierras para
los cultivos en zonas de Asia y Africa
duramente castigadas por la pobreza,
va quitando espacio vital a la flora
y a la fauna, que debe desarrollarse
en territorios cada vez más
reducidos.
El recalentamiento de la atmósfera,
como consecuencia de las emanaciones
de gases peligrosos, no ha sido puesto
bajo control, a pesar de que nuevos
países -aunque no Estados Unidos-
han aceptado firmar, finalmente, los
protocolos limitadores de Kyoto. Cada
vez existen más evidencias
en el sentido de que las nuevas catástrofes
naturales -lluvias anormales, por
ejemplo- están en relación
directa con los desajustes que el
hombre, con su acción irracional,
produce sobre la Tierra.
Una expresión que se ha vuelto
corriente es "apartheid global",
que vincula la antigua fórmula
de segregación sudafricana
con los procesos de globalización
que vive el mundo. Según se
afirmó durante la Cumbre, el
enfrentamiento actual se está
produciendo entre las naciones ricas
y las pobres. Estas últimas,
abundantes en materias primas y pobres
en capital y desarrollo industrial,
no podrían hacer frente a los
países desarrollados, que están
en condiciones de controlar el flujo
de los fondos y dominar los mercados.
Las naciones industrializadas suelen
contestar a ese reproche con el argumento
de que las naciones en vías
de desarrollo deberían preocuparse,
en primer término, por establecer
gobiernos que no estén dominados
por la corrupción y que no
se adueñen de las riquezas
propias o de las ayudas externas.
El concepto de desarrollo sustentable
ha resultado central en esta conferencia.
Ese desarrollo es el que se puede
mantener para las generaciones futuras
sin agotar los recursos básicos.
Un nuevo fantasma, del cual se hablaba
poco hasta hace un tiempo, ha ingresado
en escena: el agua potable se está
convirtiendo progresivamente en un
bien especialmente escaso, por el
cual se podría llegar a competir
en el futuro.
Las declaraciones finales de este
nuevo encuentro han sido objeto de
vivos rechazos por los numerosos grupos
de activistas enrolados en corrientes
ambientalistas o por poblaciones marginales,
que en otras épocas no se hubieran
enterado siquiera de la realización
de esta conferencia cumbre. Puede
decirse que muchas de las fórmulas
aprobadas son, de todos modos, expresiones
de deseos, que costará mucho
llevar a la práctica.
Aún cuando se examine este
encuentro con el mayor ojo crítico,
es incuestionable que su mera realización
es una aguda señal de los tiempos
que vivimos. El mundo lucha por lograr
mejores condiciones de vida para millones
de seres humanos cuya dignidad está
comprometida. Cuando las naciones
menos favorecidas -como la nuestra-
reclaman por la liberación
del comercio mundial y piden la suspensión
de los subsidios a las producciones
primarias que los países centrales
suelen aplicar, no hacen otra cosa
que defender principios que los economistas
liberales han proclamado en todas
las épocas.
La armonía y la unidad planetaria
están todavía muy lejos
de ser posibles, pero las esperanzas
siguen teniendo sustento. Alguna vez
la fuerza invencible de los hechos
hará que todo se encamine en
las direcciones adecuadas y que prevalezca
un armonioso y razonable equilibrio
entre los requerimientos de las actividades
productivas y las limitaciones impuestas
por la defensa del principio ecológico
y ambiental.
Fuente: Diario La
Nación
|